Contaba el abuelo, con voz pausada y ojos que parecían guardar secretos antiguos, que el Árbol de Navidad no es un objeto cualquiera, sino un símbolo vivo del ánimo humano. Su raíz se hunde en un pasado lejano, mucho antes de que la comercialización lo vistiera de artificio. Decía que en las tierras del Ártico, en la vasta Laponia, donde el invierno cubre los días con oscuridad casi perpetua porque el sol se oculta durante semanas, la gente vive en noches que parecen eternas. El espíritu del bosque sabía que el invierno se apoderaba de aquel lugar, representando un final: no solo el cierre del año, sino la clausura de un ciclo que inició iluminado por la primavera. Ya en diciembre, la última estación se despliega: fría, sombría, con noches interminables que parecen devorar el tiempo. Es como si el mundo murmurara: “hasta aquí llegamos, solo queda esperar”.
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Y claro, todo final pesa. La gente lo sentía en el cuerpo y en el corazón:
la oscuridad apagaba la alegría, las sonrisas se encogían como brasas que se
extinguen, y la esperanza se escondía bajo la nieve, temblorosa, aguardando a
que alguien la despertara.
Fue entonces cuando apareció Brillín, un elfo curioso y travieso, incapaz de soportar la tristeza de los hombres. Decidió pedir ayuda al bosque: —“Amigos árboles, ¿No tendrán algún secreto para devolver la alegría a los habitantes?”
Los robles callaron, los pinos se encogieron, los sauces se desentendieron… Todos eran viejos y cansados. Los robles, con sus troncos anchos y retorcidos, preferían guardar silencio: sabían que la sabiduría no siempre se grita, a veces se calla. Los pinos, vencidos por el frío, inclinaban sus ramas como ancianos que se protegen del viento. Los sauces, con sus ramas caídas como lágrimas heladas, conocían demasiado bien la tristeza y apenas podían sostenerse.
Entonces, entre todos ellos, se alzó un abeto joven: delgadito, testarudo,
con voz clara como el crujido de la nieve recién pisada. No habló con la
gravedad de los viejos, sino con la frescura de la juventud: —“Yo puedo
intentarlo. Mis ramas no se rinden al invierno y me siento con ganas.”
Brillín se emocionó tanto que sus ojos brillaron como luciérnagas. Pensó: “Si este abeto se atreve a desafiar al invierno, debo ayudarlo adornándolo. Pero sus ramas son como tocar su corazón, así que debo pedirle permiso.”
El abeto, noble y valiente, aceptó. Entonces Brillín sacó los tesoros que había guardado en sus viajes: unas estrellas recogidas en una noche clara, atrapadas como chispas fugaces en la colina más alta; muchas manzanas rojas halladas en un huerto olvidado, frutos que aún colgaban como recuerdos de la cosecha pasada; y numerosas velitas conseguidas en la aldea, donde los niños las jugaban para espantar las sombras.
Cada objeto tenía un significado profundo: Las estrellas no eran solo luceros del cielo, sino deseos, que al brillar sirven de guía e inspiración para encontrar un camino en medio de la oscuridad; las manzanas rojas no eran simples frutos, sino corazones vivos que hablaban de unión y de la fuerza que sostiene a la gente incluso en tiempos difíciles; y las velitas, aunque pequeñas, eran guardianas del espíritu, llamitas humildes que encendían la calidez dentro del alma y recordaban que la verdadera luz nace cuando se comparte.
Brillín subía y bajaba del abeto, colocando con cuidado cada uno de esos tesoros. Sus manos pequeñas parecían danzar entre las ramas, y el árbol, paciente, se dejaba vestir con orgullo. Cuando terminó, se apartó unos pasos y contempló la obra. Era el árbol de las tierras del Ártico, vestido con símbolos que desafiaban la noche polar.
El elfo, con voz emocionada, exclamó: —“¡Mírate! Pareces un pedazo de cielo caído en la tierra. Tus ramas guardan estrellas como si fueran constelaciones, tus manzanas son como corazones encendidos, y tus velitas… ¡ah, tus velitas parecen luciérnagas que no se cansan de brillar!”
Brillín sonrió, y sus ojos reflejaron el resplandor del árbol: —“No eres solo un árbol, eres la promesa de que la oscuridad nunca vence del todo. Hoy luces como un milagro nacido del bosque.”
Esa noche, la gente que caminaba cabizbaja vio a lo lejos un resplandor extraño. Al acercarse, descubrieron al joven abeto vestido de estrellas, manzanas y velitas. Parece que el frío se detuvo por un instante, la oscuridad retrocedió ante aquella luz cálida. Alguien murmuró: —“Miren… quizás el bosque quiere iluminar nuestras vidas.”
Y entonces, como si el árbol hubiera tocado sus corazones, comenzaron a sonreír de verdad. El ánimo cambió como cambia el aire cuando llega la primavera. Cantaron, compartieron lo poco que tenían y se abrazaron con fuerza. El árbol no solo iluminaba la nieve: iluminaba sus pensamientos e inspiraba sus ideales.
Así fue como aquel abeto adornado se convirtió en el centro de una fiesta
inesperada. Desde entonces, cada diciembre los habitantes de tal lugar repitieron el gesto:
adornaban un árbol para recordar que la oscuridad nunca vence del todo, y que
la esperanza, cuando se celebra, se convierte en alegría compartida. Porque el
invierno representa un final, sí… pero decía el abuelo: -"El árbol de las tierras del Ártico
recuerda que todo final es también un comienzo. En medio de la estación fría y
de noches interminables, el árbol de Navidad se convierte en una lucecita que
susurra: “Aguanta… después de la noche larga siempre regresa el día, y después
del invierno, la primavera llega cálida, radiante y viva.”
Entonces, aconsejaba el abuelo: -"Cada año cuando encendemos el árbol de Navidad no tratamos de adornar un objeto vistoso para presumirlo en las redes sociales, sino de levantar un símbolo capaz de unir y alegrar a la gente, iluminar su corazón, su fe, su esperanza y la promesa de que un nuevo ciclo está por comenzar, con nuevas oportunidades."




