Una y otra vez, como un eco persistente, me cala en la mente la misma duda: ¿Qué le pasó a Martín? No es una pregunta cualquiera. Es una inquietud que reverbera, porque Martín no fue solo un colega brillante, sino un amigo entrañable, de esos que dejan huella en cada conversación, en cada gesto, en cada momento compartido.
Martín fue un economista excepcional. Meticuloso, crítico, apasionado por el conocimiento. Su trabajo como profesor universitario no se limitaba a impartir clases: inspiraba, retaba, acompañaba. Su legado académico es amplio y valioso: artículos, ensayos, reflexiones sobre economía, sociología y derechos humanos, que siguen demostrando sus ideas y paradigmas. Pero si algo lo hacía verdaderamente especial, era su forma de ser. Su humanidad.
Fue una persona honesta, sin
dobleces. Franca, pero nunca hiriente. Amable, incluso en los momentos más difíciles.
Y sobre todo, resiliente. Esa palabra que a veces usamos sin medir su peso, en
él cobraba sentido. Martín enfrentó pruebas durísimas: la pandemia, los accidentes
que afectaron su salud, el deterioro de su vista, la pérdida de los seres
queridos que eran únicos pilares en su vida. Y aun así, seguía adelante. No como quien
ignora el dolor, sino como quien lo abraza, lo transforma y lo convierte en
fuerza para vivir, incluso en los momentos que la depresión trataba de invadir
su mente. Y en medio de todo eso, conservaba su humor sarcástico, ese que nos
sacaba una carcajada justo cuando más la necesitábamos, o nos hacia torcer "y doler" el
cuello. Por eso no me sorprendería que, desde donde esté, me soltara una de sus
frases con ese tono que solo él sabía usar: “¡Ay Yomito, si tu maestro Lenine supiera que tienes esa duda, ya te hubiera dado una chinguita!” (jejeje).
Ante tal duda que no me deja en
paz, me puse a buscar respuestas. Volví a leer y repasé nuestras conversaciones
por WhatsApp, como quien busca pistas en los recuerdos; también localicé
ficheros de datos médicos y luego me di a la tarea de redactar una narrativa.
No sé si esto sea una respuesta definitiva de la duda expresada, pero sí
redescubrí lo que ya sabía: que Martín vivió con intensidad, con compromiso,
con trascendencia, que su ausencia duele a quienes lo apreciamos, pero su
presencia sigue viva en lo que dejó, en lo que enseñó, en lo que fue.
En esta narrativa me refiero a un
personaje ficticio llamado MC. Aunque este no existió como tal, su enfermedad sí
es algo real. Cada cosa que aquí se relata está basada exclusivamente
en informes clínicos y notas médicas, cuidadosamente entrelazadas para mostrar
con claridad cómo evoluciona una condición de salud que afecta a miles de
personas como Martín. Me he mantenido al margen de errores, omisiones o negligencias que
lamentablemente suelen presentarse en el sistema de salud mexicano, incluyendo
también a la medicina privada, porque no se trata de señalar culpables, sino de
mostrar lo que ocurre cuando el cuerpo empieza a rendirse y la medicina, aunque
presente y evolucionada, no siempre puede revertir el curso desencadenado.
MC representa a todas esas
personas que enfrentan el deterioro progresivo de su salud con una mezcla
admirable de disciplina, resiliencia y profunda humanidad. Su historia no busca
dramatizar, sino dignificar. Es una forma de responder, desde lo simbólico y lo
clínico, a esa pregunta que no deja de resonar en mi mente: ¿Qué le pasó a
Martín? Porque aunque MC sea ficticio, su lucha es real. Y en muchos sentidos,
es también una lucha como la de Martín. Él, como MC, vivió con dignidad cada etapa de su
vida, incluso cuando la adversidad se volvió rutina… y lo hizo sin perder su
esencia. MC es una síntesis de muchas historias, pero también considero que es
una forma de entender lo que ocurre cuando el cuerpo se va debilitando, cuando
la medicina acompaña, pero no salva, y cuando la vida se apaga sin perder su
luz.
MC tenía 57 años cuando su cuerpo
comenzó a enviar señales sutiles. No eran gritos, sino susurros. Una sensación
de vaciamiento incompleto al orinar, una presión leve en el bajo vientre, una
urgencia que no se correspondía con el volumen. Pequeños avisos que, como suele
ocurrir, se confunden con el estrés, la edad o el ritmo de vida. Pero esta vez
no eran pasajeros. Fue entonces cuando recibió el diagnóstico de hiperplasia
prostática benigna. Una glándula que crece con los años, que aprieta la uretra
como una mano cerrada, limitando el flujo y alterando la rutina más básica del
cuerpo.
MC era disciplinado. No solo por
carácter, sino por convicción. Siguió el tratamiento con rigor: tamsulosina
diaria, hidratación constante, nada de irritantes. Acudía a sus revisiones cada
tres meses, anotaba sus síntomas, preguntaba con detalle. Su gente lo apoyaba, y
él respondía con responsabilidad. Cuando los síntomas cedieron, cuando la orina
volvió a fluir con normalidad, creyó que había vencido. Se permitió relajarse.
Volvió a los antojitos, al alcohol en las reuniones ocasionales, a los días de refrescos sin agua
suficiente. No por descuido, sino por esperanza pensó que el cuerpo le había
dado tregua, que la vida le estaba devolviendo un poco de normalidad. Y no fue así.
Al cumplir 58 años el
cuerpo de MC dejó de ceder. Una noche, simplemente, ya no pudo orinar. La
vejiga se convirtió en una trampa dolorosa, y la urgencia se volvió emergencia.
Fue inmediatamente al hospital. Le colocaron una sonda. La orina salió, pero
con ella también se fue algo más: la autonomía, la certeza de que todo estaba
bajo control. Esa sensación de fragilidad que aparece cuando el cuerpo deja de
obedecer, cuando la dependencia médica se vuelve cotidiana.
La sonda se mantuvo por 21 días y la orina fluyó aunque no como se esperaba.
Los médicos observaron signos de retención crónica, y comenzaron a sospechar
que los riñones estaban sufriendo. Se ordenaron estudios. MC supo que su función renal
estaba disminuida: 75–80%, luego 35–40%. El cuerpo ya no filtraba como antes.
Se inició una diálisis ambulatoria. MC comenzó a vivir entre agujas, bolsas,
horarios y consultorios. Su vida se fragmentó en sesiones, en cifras, en restricciones. Cada
día era una negociación entre lo que podía hacer y lo que debía evitar.
Pero la enfermedad no se detuvo.
La función renal cayó a 5–10%. Se declaró falla renal crónica terminal. Se
inició la hemodiálisis permanente. Se administró eritropoyetina para combatir la anemia asociada. Se
ajustaron medicamentos. Se pidió a los suyos que comprendieran la condición de
salud de MC: no había marcha atrás. La medicina ya no ofrecía cura, solo un acompañamiento para mantener alguna calidad de vida.
La anemia se agravó. La
hemoglobina bajó a 4.8, luego por debajo de 4. Su cuerpo ya no recibía oxígeno suficiente. MC
se volvió pálido, débil, silencioso. Fue hospitalizado. Se le transfundió sangre.
Se vigiló día y noche. Pero el cuerpo ya no respondía. La intoxicación urémica
avanzaba. Su corazón se debilitó. La presión cayó. El cuerpo se cerraba. Como
si poco a poco se apagara desde adentro.
A las 12:48 horas de un martes,
MC falleció en el hospital. No hubo milagros. No hubo recuperación. Solo un
equipo médico que lo sostuvo hasta el final, y al pendiente su gente que lo
apreciaba y le dolió saber que partió a la eternidad entre tubos, monitores y
silencio. Pero también con dignidad.
MC perdió la batalla contra su
enfermedad, pero nunca dejó de luchar y no había cosas que justificaran olvidarse de él mismo. Hasta su último aliento, enfrentó cada
etapa con entereza, con esperanza, con la convicción de que su vida merecía ser
vivida con respeto. Su cuerpo se rindió, pero su voluntad no. Este relato honra
esa lucha silenciosa, esa resistencia cotidiana que no aparece en los manuales,
pero que define lo más humano de la gente: su lucha por vivir con dignidad.
Esta historia fue un intento por
comprender, por honrar, por hacer memoria y por homenajear a Martin, entendiendo
alguna respuesta a la duda ¿Qué le pasó? Porque a veces, la resignación ante la
perdida de alguien no viene en forma de aceptación, sino de comprensión y entendimiento
que nos permite mirar con más detalle los límites y posibilidades de lo que
significa vivir… y también lo que significa partir hacia la eternidad.

Creo que el profesor merece respeto, y lo que hiciste no es correcto.
ResponderEliminarNo se le falta el respeto a nadie, mucho menos al profesor... Este relato es una forma de entender lo que ocurre en una enfermedad real donde el cuerpo se va debilitando, cuando la medicina acompaña, pero no salva, y cuando la vida se apaga sin perder la luz.
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