Una
gélida víspera de la navidad de 1958, en el añorado pueblo de Tezoatlán,
Oaxaca, soplaba un aire seco que se colaba entre las rendijas de las puertas y
ventanas de las casas de adobe. Quienes caminaban por las calles estrechas
sentían el frío y apuraban el paso, haciendo crujir las ramas secas y la
hojarasca caída que cubría el camino. En aquel lugar no había lujos ni
abundancia, solo la sencillez de la vida campesina, marcada por la tierra dura
y el trabajo cotidiano.
En casa,
el joven Arturo Rosales ya se había desocupado de sus labores matutinas y se
daba un tiempo para limpiar con esmero un objeto que consideraba un tesoro: era
un grueso disco de vinilo que había conseguido con sacrificio y curiosidad.
Mientras lo sostenía, pensaba que la música era una ventana secreta hacia un
mundo más amable. La portada, suavemente desgastada por el trayecto desde la
capital mexicana, mostraba en el centro la silueta elegante de un director con
un violín en la mano, rodeado por parejas danzantes en atuendos vaporosos, que
parecían girar al compás de un ritmo eterno. Sobre el fondo azul con acentos
rojos y crema se leía en letras refinadas: “STRAUSS POLKAS – The Vienna Symphony Orchestra – Robert Stolz – Conductor” Más abajo, como una muestra del
contenido, aparecían los títulos de los valses de Johann Strauss: Tales of
the Vienna Woods, Morning Journals, Fledermaus y Wine, Women and Song.
Click para escuchar el disco original
Arturo miraba con fascinación, como si aquel cartón ilustrado pudiera transportarlo más allá de las calles polvorientas de su pueblo. Imaginaba al maestro Stolz destacando en un esplendoroso auditorio europeo, rodeado de músicos vestidos de gala, dirigiendo con gesto firme y delicado los acordes de los valses de Strauss. En aquel momento no sabía que Robert Elisabeth Stolz, nacido en 1880 en Graz, Austria, y formado en el Conservatorio de Viena, fue un destacado compositor y director de orquesta que dedicó su vida a difundir la tradición vienesa a través de operetas, música de cine y la interpretación magistral de los valses de Johann Strauss, hasta fallecer en Berlín durante 1975.
Aquella
figura no era solo un icono en la portada, sino la encarnación de un universo
sonoro que Arturo recreaba en su imaginación. En su mente, los violines sonaban
claros y ágiles, marcando la melodía principal con precisión y ligereza; los
metales entraban con firmeza, aportando brillo y energía; mientras los
contrabajos sostenían el ritmo con un pulso profundo y constante que parecía
acompasarse con su propia emoción. Él pensaba que ese disco era un espacio
donde cada acorde se conjugaba en una composición musical que provocaba entusiasmo,
inspiración y alegrías. Por eso lo cautivaban las notas del vals Morning
Journals, que le infundían un gran ánimo positivo, invitándolo a bailar con
pasos pausados y cadenciosos, llenos de reverencias y elegancia. En contraste
con la pobreza material de su entorno, aquella riqueza espiritual lo hacía
sentir parte de un mundo más vasto y luminoso.
Deseoso de compartir su deleite musical de valses y polkas, abrió el viejo tocadiscos de pilas que descansaba sobre una mesa de madera desgastada. El aparato, con su cubierta ya rayada y bisagras descoloridas, parecía un milagro tecnológico en aquel humilde hogar. Colocó el vinilo con cuidado y bajó la aguja con destreza. Un leve crujido sonó en la habitación, seguido por el fluir delicado de las primeras notas de su vals favorito.
La música se expandió, transformando el
ambiente de ese cuarto de adobe que compartía toda la familia en un salón
imaginario. Arturo observaba cómo sus padres se dejaban llevar por aquella
armonía. Su papá Abdón levantó la vista del telar en que trabajaba y, por un
momento, dejó que la música lo envolviera. Su mamá Josefa, con una sonrisa
tímida, continuó su labor hogareña, aunque parecía escuchar no solo la melodía,
sino también la promesa de un día más amable.
Con el
paso de los años, Arturo mantuvo vivo su gusto por los clásicos desde que
descubrió el disco de Robert Stolz. Sin embargo, aquella fascinación aumentó
más de cuatro décadas después, cuando Arturo descubrió la obra del violinista y
director neerlandés André Rieu, un músico que ha sabido transformar los
conciertos sinfónicos en auténticas celebraciones, ofreciendo un espectáculo
accesible, emocionante y capaz de conmover tanto a conocedores como a los
curiosos de este género.
En los
primeros años del nuevo milenio, Arturo tuvo la oportunidad de ver un DVD del
concierto de Maastricht de 2009. Aquellas imágenes, viendo la orquesta
desplegada en la plaza central de la ciudad natal de Rieu, le recordaron de
inmediato la emoción de su juventud. Escuchar El Danubio Azul de Strauss
y demás obras musicales, interpretadas con frescura y entusiasmo, le
despertaron el mismo fervor que había sentido con el viejo vinilo. Sin embargo,
su experiencia más grata sucedió el 17 de octubre de 2015, cuando asistió en
compañía de su familia al Auditorio Nacional para
presenciar en vivo un concierto de André Rieu y la Johann Strauss Orkest en la CDMX.
Aquella
noche, el recinto capitalino se transformó en el escenario que Arturo había
soñado desde su juventud, cuando escuchaba valses en su extinto tocadiscos.
Ahora sentado junto a su esposa, rodeado de sus hijos, su nuera y con sus
nietas atestiguando por primera vez aquel universo sonoro, confirmó la certeza
que lo había acompañado desde joven: la música es un refugio que nos sostiene,
una ventana secreta hacia un mundo más amable, un puente que une generaciones y
un legado inmortal que enlaza recuerdos con esperanzas. Comprendió que, así como
en la vida, la verdadera grandeza de las melodías no está solo en las notas,
sino en la capacidad de reunir a la familia, de despertar la alegría común y
recordarnos que la belleza florece incluso en los lugares más humildes, siempre
que se comparte con quienes amamos.
Diciembre de 2025










