del Profr. Arturo Rosales Toledo

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¡Gracias por tu ejemplo de vida!

¡Gracias por tus enseñanzas!

¡Gracias por dejarnos tus recuerdos!

¡Gracias por enseñarnos a vivir!

¡Gracias por tu apoyo!

¡Gracias por tu sabiduría!

¡Gracias por tu ejemplo de vida!

¡Gracias por sus esfuerzos!

¡Gracias por mostrarnos el mundo!

¡Gracias por enseñarnos tu solidaridad!

¡Gracias por motivarnos a crecer!


diciembre 15, 2025

 


Una gélida víspera de la navidad de 1958, en el añorado pueblo de Tezoatlán, Oaxaca, soplaba un aire seco que se colaba entre las rendijas de las puertas y ventanas de las casas de adobe. Quienes caminaban por las calles estrechas sentían el frío y apuraban el paso, haciendo crujir las ramas secas y la hojarasca caída que cubría el camino. En aquel lugar no había lujos ni abundancia, solo la sencillez de la vida campesina, marcada por la tierra dura y el trabajo cotidiano.

En casa, el joven Arturo Rosales ya se había desocupado de sus labores matutinas y se daba un tiempo para limpiar con esmero un objeto que consideraba un tesoro: era un grueso disco de vinilo que había conseguido con sacrificio y curiosidad. Mientras lo sostenía, pensaba que la música era una ventana secreta hacia un mundo más amable. La portada, suavemente desgastada por el trayecto desde la capital mexicana, mostraba en el centro la silueta elegante de un director con un violín en la mano, rodeado por parejas danzantes en atuendos vaporosos, que parecían girar al compás de un ritmo eterno. Sobre el fondo azul con acentos rojos y crema se leía en letras refinadas: “STRAUSS POLKAS – The Vienna Symphony Orchestra – Robert Stolz – Conductor” Más abajo, como una muestra del contenido, aparecían los títulos de los valses de Johann Strauss: Tales of the Vienna Woods, Morning Journals, Fledermaus y Wine, Women and Song.


Click para escuchar el disco original

Arturo miraba con fascinación, como si aquel cartón ilustrado pudiera transportarlo más allá de las calles polvorientas de su pueblo. Imaginaba al maestro Stolz destacando en un esplendoroso auditorio europeo, rodeado de músicos vestidos de gala, dirigiendo con gesto firme y delicado los acordes de los valses de Strauss. En aquel momento no sabía que Robert Elisabeth Stolz, nacido en 1880 en Graz, Austria, y formado en el Conservatorio de Viena, fue un destacado compositor y director de orquesta que dedicó su vida a difundir la tradición vienesa a través de operetas, música de cine y la interpretación magistral de los valses de Johann Strauss, hasta fallecer en Berlín durante 1975.

Aquella figura no era solo un icono en la portada, sino la encarnación de un universo sonoro que Arturo recreaba en su imaginación. En su mente, los violines sonaban claros y ágiles, marcando la melodía principal con precisión y ligereza; los metales entraban con firmeza, aportando brillo y energía; mientras los contrabajos sostenían el ritmo con un pulso profundo y constante que parecía acompasarse con su propia emoción. Él pensaba que ese disco era un espacio donde cada acorde se conjugaba en una composición musical que provocaba entusiasmo, inspiración y alegrías. Por eso lo cautivaban las notas del vals Morning Journals, que le infundían un gran ánimo positivo, invitándolo a bailar con pasos pausados y cadenciosos, llenos de reverencias y elegancia. En contraste con la pobreza material de su entorno, aquella riqueza espiritual lo hacía sentir parte de un mundo más vasto y luminoso.

Deseoso de compartir su deleite musical de valses y polkas, abrió el viejo tocadiscos de pilas que descansaba sobre una mesa de madera desgastada. El aparato, con su cubierta ya rayada y bisagras descoloridas, parecía un milagro tecnológico en aquel humilde hogar. Colocó el vinilo con cuidado y bajó la aguja con destreza. Un leve crujido sonó en la habitación, seguido por el fluir delicado de las primeras notas de su vals favorito. 

Escuchar "Strauss Polkas - Morning Journals"

La música se expandió, transformando el ambiente de ese cuarto de adobe que compartía toda la familia en un salón imaginario. Arturo observaba cómo sus padres se dejaban llevar por aquella armonía. Su papá Abdón levantó la vista del telar en que trabajaba y, por un momento, dejó que la música lo envolviera. Su mamá Josefa, con una sonrisa tímida, continuó su labor hogareña, aunque parecía escuchar no solo la melodía, sino también la promesa de un día más amable.

Con el paso de los años, Arturo mantuvo vivo su gusto por los clásicos desde que descubrió el disco de Robert Stolz. Sin embargo, aquella fascinación aumentó más de cuatro décadas después, cuando Arturo descubrió la obra del violinista y director neerlandés André Rieu, un músico que ha sabido transformar los conciertos sinfónicos en auténticas celebraciones, ofreciendo un espectáculo accesible, emocionante y capaz de conmover tanto a conocedores como a los curiosos de este género.

En los primeros años del nuevo milenio, Arturo tuvo la oportunidad de ver un DVD del concierto de Maastricht de 2009. Aquellas imágenes, viendo la orquesta desplegada en la plaza central de la ciudad natal de Rieu, le recordaron de inmediato la emoción de su juventud. Escuchar El Danubio Azul de Strauss y demás obras musicales, interpretadas con frescura y entusiasmo, le despertaron el mismo fervor que había sentido con el viejo vinilo. Sin embargo, su experiencia más grata sucedió el 17 de octubre de 2015, cuando asistió en compañía de su familia al Auditorio Nacional para presenciar en vivo un concierto de André Rieu y la Johann Strauss Orkest en la CDMX.

Aquella noche, el recinto capitalino se transformó en el escenario que Arturo había soñado desde su juventud, cuando escuchaba valses en su extinto tocadiscos. Ahora sentado junto a su esposa, rodeado de sus hijos, su nuera y con sus nietas atestiguando por primera vez aquel universo sonoro, confirmó la certeza que lo había acompañado desde joven: la música es un refugio que nos sostiene, una ventana secreta hacia un mundo más amable, un puente que une generaciones y un legado inmortal que enlaza recuerdos con esperanzas. Comprendió que, así como en la vida, la verdadera grandeza de las melodías no está solo en las notas, sino en la capacidad de reunir a la familia, de despertar la alegría común y recordarnos que la belleza florece incluso en los lugares más humildes, siempre que se comparte con quienes amamos.


M.M. Perseo Rosales R.
Diciembre de 2025


diciembre 04, 2025

En un pequeño pueblo de los Apalaches, donde las montañas se alzan como murallas de silencio y los bosques de pinos se cubren de nieve, el invierno llegaba con un aire frío y profundo. La nieve caía envolviendo las calles en un silencio que parecía guardar secretos antiguos, mientras las colinas blancas se extendían como un manto protector alrededor de la comunidad.

Dentro de una humilde casa de madera, en la víspera de la Nochebuena el fuego ardía suavemente, iluminando con su resplandor cálido las paredes gastadas por los años. Allí, el abuelo, hombre de memoria y raíces firmes, hablaba con serenidad. Su voz era pausada, como si cada palabra hubiera sido pensada durante décadas. En su interior, sabía que los recuerdos podían ser pesados, pero también comprendía que eran la única forma de mantener viva la esperanza. Por eso, al aludir a "The Spirit of Christmas Past" (El Espíritu de la Navidad pasada), lo hacía con la convicción de que no era un fantasma de lo perdido, sino invocar una fuerza que aguardaba pacientemente para renovarse en cada Nochebuena. Su actitud era la de un maestro silencioso: la espalda recta, las manos abiertas sobre las rodillas, los ojos fijos en el fuego, como si allí se reflejara la memoria de toda su vida.


La madre, sentada cerca del fuego, escuchaba con atención. Su rostro reflejaba esfuerzo y resignación, pero también una calma que nacía de la necesidad de sostener a los suyos. Su pensamiento, se debatía entre la carga por la ausencia del esposo y la fuerza que debía mostrar para que sus hijos sobresalieran. Sabía que no podía dejarse vencer por nada, y por eso, cuando murmuró con una sonrisa tenue: “Tomorrow will be Christmas Day” (Mañana será Navidad), lo hizo no sólo como un recordatorio, sino como una promesa íntima de que la vida seguiría adelante. Su actitud era contenida, casi ritual: las manos juntas sobre el regazo, la mirada baja, pero con un brillo que revelaba que aún creía en la luz que trae la Navidad.

Los niños, inquietos y curiosos, jugaban con las sombras que proyectaba el fuego. Al principio, sus pensamientos eran ligeros, propios de la infancia: imaginaban figuras fantásticas en las paredes, monstruos que se deshacían en humo, héroes que surgían de las llamas. Pero poco a poco, el tono del abuelo y la calma de la madre los fueron envolviendo. En silencio, comenzaron a comprender que aquellas palabras hablaban también de ellos, de su futuro, de la fuerza que debían encontrar en su interior. Sus actitudes cambiaron: dejaron de moverse, se acercaron más al fuego, y sus ojos brillaron con una mezcla de ilusión y melancolía. Uno de los niños apoyó la cabeza en el regazo de la madre, buscando consuelo; otro tomó la mano del abuelo, como si quisiera aferrarse a su sabiduría; la niña más pequeña miró hacia la ventana, convencida de que la nieve que caía llevaba consigo recuerdos de su padre ausente.

La platica del abuelo no era sólo para alejar alguna tristeza, era un llamado a mirar hacia dentro y hallar fuerza en el corazón. En ese instante, como si el viento llevara voz, se oyó un susurro invisible: “Your heart can find another way, believe in what I say” (Tu corazón puede encontrar otro camino, cree en lo que digo). Los pensamientos de la familia se unieron en ese eco: el abuelo recordó su propia juventud y las pérdidas que había superado; la madre sintió que su esposo aún estaba presente; los niños comprendieron que la ausencia no era un vacío, sino semilla de esperanza. Entonces, el frío, la nieve y las sombras que intentaban cubrir los sueños de cada quien se deshicieron, dejando espacio para la claridad y reverberando con una sola idea: “Tomorrow will be Christmas Day” (Mañana será Navidad).

En esa noche, entre abrazos y silencios compartidos, la familia comprendió que The Spirit of Christmas Past no era un fantasma de lo perdido, sino una presencia luminosa que habitaba en la nieve, en el fuego y en las campanas del viento que bajaban desde las montañas de los Apalaches. El abuelo era un guía que enseñaba con paciencia, la madre era un sostén que transformaba la resignación en esperanza, los niños eran una promesa que brillaba en la claridad del futuro, y el padre aunque etéreo estaba presente como memoria viva, que susurraba discretamente.

Por eso cada invierno puede traer mucho frío, oscuridad y silencio, pero la Navidad enciende un fuego interior que disuelve las sombras: el espíritu que viene del pasado no ata, libera; recuerda que cada Nochebuena es un renacer, que la claridad siempre vence a la oscuridad, y que el amor compartido es la verdadera luz que ilumina el camino hacia adelante.


noviembre 26, 2025

Contaba el abuelo, con voz pausada y ojos que parecían guardar secretos antiguos, que el Árbol de Navidad no es un objeto cualquiera, sino un símbolo vivo del ánimo humano. Su raíz se hunde en un pasado lejano, mucho antes de que la comercialización lo vistiera de artificio. Decía que en las tierras del Ártico, en la vasta Laponia, donde el invierno cubre los días con oscuridad casi perpetua porque el sol se oculta durante semanas, la gente vive en noches que parecen eternas. El espíritu del bosque sabía que el invierno se apoderaba de aquel lugar, representando un final: no solo el cierre del año, sino la clausura de un ciclo que inició iluminado por la primavera. Ya en diciembre, la última estación se despliega: fría, sombría, con noches interminables que parecen devorar el tiempo. Es como si el mundo murmurara: “hasta aquí llegamos, solo queda esperar”. 


Y claro, todo final pesa. La gente lo sentía en el cuerpo y en el corazón: la oscuridad apagaba la alegría, las sonrisas se encogían como brasas que se extinguen, y la esperanza se escondía bajo la nieve, temblorosa, aguardando a que alguien la despertara.

Fue entonces cuando apareció Brillín, un elfo curioso y travieso, incapaz de soportar la tristeza de los hombres. Decidió pedir ayuda al bosque: —“Amigos árboles, ¿No tendrán algún secreto para devolver la alegría a los habitantes?”

Los robles callaron, los pinos se encogieron, los sauces se desentendieron… Todos eran viejos y cansados. Los robles, con sus troncos anchos y retorcidos, preferían guardar silencio: sabían que la sabiduría no siempre se grita, a veces se calla. Los pinos, vencidos por el frío, inclinaban sus ramas como ancianos que se protegen del viento. Los sauces, con sus ramas caídas como lágrimas heladas, conocían demasiado bien la tristeza y apenas podían sostenerse.

 


Entonces, entre todos ellos, se alzó un abeto joven: delgadito, testarudo, con voz clara como el crujido de la nieve recién pisada. No habló con la gravedad de los viejos, sino con la frescura de la juventud: —“Yo puedo intentarlo. Mis ramas no se rinden al invierno y me siento con ganas.”

Brillín se emocionó tanto que sus ojos brillaron como luciérnagas. Pensó: “Si este abeto se atreve a desafiar al invierno, debo ayudarlo adornándolo. Pero sus ramas son como tocar su corazón, así que debo pedirle permiso.”

El abeto, noble y valiente, aceptó. Entonces Brillín sacó los tesoros que había guardado en sus viajes: unas estrellas recogidas en una noche clara, atrapadas como chispas fugaces en la colina más alta; muchas manzanas rojas halladas en un huerto olvidado, frutos que aún colgaban como recuerdos de la cosecha pasada; y numerosas velitas conseguidas en la aldea, donde los niños las jugaban para espantar las sombras.

Cada objeto tenía un significado profundo: Las estrellas no eran solo luceros del cielo, sino deseos, que al brillar sirven de guía e inspiración para encontrar un camino en medio de la oscuridad; las manzanas rojas no eran simples frutos, sino corazones vivos que hablaban de unión y de la fuerza que sostiene a la gente incluso en tiempos difíciles; y las velitas, aunque pequeñas, eran guardianas del espíritu, llamitas humildes que encendían la calidez dentro del alma y recordaban que la verdadera luz nace cuando se comparte.

Brillín subía y bajaba del abeto, colocando con cuidado cada uno de esos tesoros. Sus manos pequeñas parecían danzar entre las ramas, y el árbol, paciente, se dejaba vestir con orgullo. Cuando terminó, se apartó unos pasos y contempló la obra. Era el árbol de las tierras del Ártico, vestido con símbolos que desafiaban la noche polar.

El elfo, con voz emocionada, exclamó: —“¡Mírate! Pareces un pedazo de cielo caído en la tierra. Tus ramas guardan estrellas como si fueran constelaciones, tus manzanas son como corazones encendidos, y tus velitas… ¡ah, tus velitas parecen luciérnagas que no se cansan de brillar!”

 


El abeto, sintiendo distinto por primera vez, respondió con gratitud: —“Nunca imaginé que pudiera verme así. Antes era solo un árbol joven, delgado y testarudo… ahora me siento como un guardián de la luz. Gracias, Brillín, porque me has mostrado que incluso en la noche más larga puedo ser un faro para los corazones cansados.”

Brillín sonrió, y sus ojos reflejaron el resplandor del árbol: —“No eres solo un árbol, eres la promesa de que la oscuridad nunca vence del todo. Hoy luces como un milagro nacido del bosque.”

Esa noche, la gente que caminaba cabizbaja vio a lo lejos un resplandor extraño. Al acercarse, descubrieron al joven abeto vestido de estrellas, manzanas y velitas. Parece que el frío se detuvo por un instante, la oscuridad retrocedió ante aquella luz cálida. Alguien murmuró: —“Miren… quizás el bosque quiere iluminar nuestras vidas.”

Y entonces, como si el árbol hubiera tocado sus corazones, comenzaron a sonreír de verdad. El ánimo cambió como cambia el aire cuando llega la primavera. Cantaron, compartieron lo poco que tenían y se abrazaron con fuerza. El árbol no solo iluminaba la nieve: iluminaba sus pensamientos e inspiraba sus ideales.

 


Así fue como aquel abeto adornado se convirtió en el centro de una fiesta inesperada. Desde entonces, cada diciembre los habitantes de tal lugar repitieron el gesto: adornaban un árbol para recordar que la oscuridad nunca vence del todo, y que la esperanza, cuando se celebra, se convierte en alegría compartida. Porque el invierno representa un final, sí… pero decía el abuelo: -"El árbol de las tierras del Ártico recuerda que todo final es también un comienzo. En medio de la estación fría y de noches interminables, el árbol de Navidad se convierte en una lucecita que susurra: “Aguanta… después de la noche larga siempre regresa el día, y después del invierno, la primavera llega cálida, radiante y viva.”

Entonces, aconsejaba el abuelo: -"Cada año cuando encendemos el árbol de Navidad no tratamos de adornar un objeto vistoso para presumirlo en las redes sociales, sino de levantar un símbolo capaz de unir y alegrar a la gente, iluminar su corazón, su fe, su esperanza y la promesa de que un nuevo ciclo está por comenzar, con nuevas oportunidades."

 

octubre 30, 2025

¡Hola Papá!

Hoy nos reunimos en la memoria para hablarte con sonrisas y gratitud. No queremos que el recuerdo se vista de tristeza sino de ánimo, porque tu vida fue un camino sembrado de enseñanzas y de paciencia. Nos mostraste que la unión es más fuerte que cualquier adversidad, que la educación abre puertas invisibles y que la serenidad es la clave que resuelve problemas.


En esta familia nos sentimos orgullosos de ser parte de tu historia, de haber aprendido contigo lo que es la ayuda mutua, la confianza y la alegría compartida. Cada paso que diste como padre y como profesor nos dejó huellas que hoy seguimos con entusiasmo, convencidos de que tu legado no se apaga, más bien se multiplica al recordarte.

Hoy te celebramos con entusiasmo, con esperanza y con la certeza de que seguimos escuchando tus ideas y consejos, que tu voz sigue viva en nuestras decisiones y en nuestros abrazos.

¡Bienvenido en este día de todos los santos, querido Papá Arturo!


En Memoria del Profr. Arturo Rosales Toledo



octubre 22, 2025

Desde tiempos antiguos, diversas culturas alrededor del mundo han atribuido a los animales —especialmente a aquellos que fueron compañeros cercanos de los humanos— un papel trascendental en el tránsito hacia el más allá. Por ejemplo, en las tradiciones chamánicas siberianas se cree que ciertos animales actúan como psicopompos, es decir, guías de almas que conducen a los difuntos hacia el mundo espiritual. En el antiguo Egipto, los gatos eran considerados protectores del alma en su viaje post mortem, y Anubis, el dios con cabeza de chacal, era el encargado de pesar el corazón del difunto y guiarlo en su juicio final. Dentro de la tradición budista se cree que los animales pueden reencarnar como humanos y viceversa, lo que refuerza la idea de una conexión espiritual profunda entre especies. Estas creencias reflejan una visión mística y simbólica del vínculo humano-animal, donde la muerte no rompe la relación, sino que la transforma en una alianza espiritual para el tránsito hacia lo eterno.




La celebración del Día de Muertos en México es una manifestación cultural profundamente arraigada que entrelaza elementos indígenas y católicos, donde la muerte no representa un final, sino una etapa más en el ciclo de la existencia. Esta veneración que relatábamos en el post de “Los Gigantes y el Culto a los Muertos de los Antiguos Mixtecas”, tiene raíces ancestrales que vinculan el fallecimiento con el retorno a un origen, dentro de una cosmovisión que honra la memoria y el tránsito espiritual como parte de un equilibrio natural.

En la cultura prehispánica se creía que los xoloitzcuintles desempeñaban un papel esencial en el viaje de las almas hacia el Mictlán. Esta raza canina, originaria de México y con más de 3,000 años de historia, era considerada el guía principal de los muertos. Según la mitología mexica, el alma del difunto debía atravesar nueve niveles para llegar al Mictlán, y uno de los desafíos era cruzar el río Apanohuacalhuia vigilado por el monstruo marino Xochitonal. Para lograrlo, necesitaba la ayuda de un xoloitzcuintle, quien decidía si el alma era digna de ser guiada, dependiendo de cómo había sido tratado en vida. Por ello, este canino no solo simbolizaba compañía, sino también protección espiritual.

Hoy en día, esta cosmovisión se ha ampliado para incluir a todos los animales que fueron compañeros de vida —perros, gatos, aves, reptiles, entre otros—, reconociéndolos como seres espirituales que acompañan y esperan a sus dueños en el más allá. Se ha extendido la creencia de que las mascotas fallecidas también van a un paraíso, donde aguardan con amor y fidelidad el reencuentro con sus humanos.

Tal idea se refleja en las prácticas contemporáneas del Día de Muertos, pues mchas familias colocan figuras de xoloitzcuintles en sus altares, junto con juguetes y alimentos para sus mascotas fallecidas, reafirmando que los vínculos afectivos con los animales no se rompen con la muerte, sino que perduran. La película Coco de Disney-Pixar popularizó esta creencia al presentar a Dante, un xoloitzcuintle que acompaña al protagonista en su travesía por el mundo de los muertos. En el filme, Dante se transforma en un alebrije, criatura fantástica que en la tradición mexicana representa un espíritu guía. Aunque los alebrijes no tienen origen prehispánico, su inclusión como entidades espirituales refuerza la idea de que los animales pueden ser mediadores entre el mundo físico y el metafísico.

Desde una perspectiva antropológica, esta narrativa refleja una visión animista del mundo, donde todos los seres vivos comparten una esencia espiritual y pueden interactuar más allá de la muerte. El papel del xoloitzcuintle como guía del alma muestra cómo la cultura mexicana otorga agencia espiritual a los animales, reconociéndolos como parte integral del tránsito hacia la eternidad. Así, las mascotas no solo acompañan el alma en su viaje, sino que también representan la promesa de un reencuentro lleno de ternura en el universo eterno de los recuerdos y el amor

Durante el 23er Festival Internacional de Cine de Morelia la marca Victoria patrocinadora del evento presentó un cortometraje titulado “¿A ti quién te espera?”. Se trata de una narrativa animada pero especialmente conmovedora en la que un hombre fallece y al llegar al más allá, es recibido por su perro, quien lo acompaña en su tránsito espiritual y al reencuentro con los suyos que se adelantaron en el camino de la vida. El video difundido inmediatamente a través de las redes sociales como una campaña publicitaria institucional, se inspira en la creencia prehispánica del xoloitzcuintle como guía de almas, y lo representa con una sensibilidad moderna y emocional. La historia no solo honra la tradición mexicana, sino que también resalta el amor incondicional entre humanos y mascotas, mostrando cómo ese vínculo puede continuar más allá de la vida terrenal.

El contenido del video conecta profundamente con las emociones de los mexicanos, quienes ven en sus mascotas no solo compañía, sino familia. En el contexto del Día de Muertos de 2025, donde se honra la memoria de los seres queridos, este cortometraje evoca la nostalgia, el amor y la esperanza, recordándonos que nuestros animales también nos esperan en el más allá. Es una representación visual poderosa de cómo la cultura mexicana abraza la muerte con ternura y espiritualidad.

Ver “¿A ti quién te espera?” es más que disfrutar una producción audiovisual: es una oportunidad para reflexionar sobre el amor que damos y recibimos de nuestras mascotas. Por eso, en este posteo invito a mis lectores a verlo con el corazón abierto, recordando a todas las mascotas fieles que nos acompañaron en vida y que, según la tradición, nos esperarán para guiarnos cuando llegue nuestro momento. Es un homenaje que merece ser visto con atención, mucho respeto y bastante cariño.


M.M. Perseo Rosales Reyes
Octubre de 2025



Fuentes de referencia:

Eliade, Mircea. El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis. Fondo de Cultura Económica, 1998

Infobae México – Xoloitzcuintle: ¿Cuál es la leyenda que conecta a este perro con el inframundo mexica? 

La Silla Rota – Día de Muertos: Xoloitzcuintle, el perro mexicano asociado a la muerte 

Guía Universitaria – La leyenda xoloitzcuintle: ¿Por qué es el perro guardián del inframundo mexica?

GQ México – “¿A ti quién te espera?”: el cortometraje de Cerveza Victoria que te hará llorar en Día de Muertos 




septiembre 25, 2025



Una y otra vez, como un eco persistente, me cala en la mente la misma duda: ¿Qué le pasó a Martín? No es una pregunta cualquiera. Es una inquietud que reverbera, porque Martín no fue solo un colega brillante, sino un amigo entrañable, de esos que dejan huella en cada conversación, en cada gesto, en cada momento compartido.

Martín fue un economista excepcional. Meticuloso, crítico, apasionado por el conocimiento. Su trabajo como profesor universitario no se limitaba a impartir clases: inspiraba, retaba, acompañaba. Su legado académico es amplio y valioso: artículos, ensayos, reflexiones sobre economía, sociología y derechos humanos, que siguen demostrando sus ideas y paradigmas. Pero si algo lo hacía verdaderamente especial, era su forma de ser. Su humanidad.


Fue una persona honesta, sin dobleces. Franca, pero nunca hiriente. Amable, incluso en los momentos más difíciles. Y sobre todo, resiliente. Esa palabra que a veces usamos sin medir su peso, en él cobraba sentido. Martín enfrentó pruebas durísimas: la pandemia, los accidentes que afectaron su salud, el deterioro de su vista, la pérdida de los seres queridos que eran únicos pilares en su vida. Y aun así, seguía adelante. No como quien ignora el dolor, sino como quien lo abraza, lo transforma y lo convierte en fuerza para vivir, incluso en los momentos que la depresión trataba de invadir su mente. Y en medio de todo eso, conservaba su humor sarcástico, ese que nos sacaba una carcajada justo cuando más la necesitábamos, o nos hacia torcer "y doler" el cuello. Por eso no me sorprendería que, desde donde esté, me soltara una de sus frases con ese tono que solo él sabía usar: “¡Ay Yomito, si tu maestro Lenine supiera que tienes esa duda, ya te hubiera dado una chinguita!” (jejeje).


Ante tal duda que no me deja en paz, me puse a buscar respuestas. Volví a leer y repasé nuestras conversaciones por WhatsApp, como quien busca pistas en los recuerdos; también localicé ficheros de datos médicos y luego me di a la tarea de redactar una narrativa. No sé si esto sea una respuesta definitiva de la duda expresada, pero sí redescubrí lo que ya sabía: que Martín vivió con intensidad, con compromiso, con trascendencia, que su ausencia duele a quienes lo apreciamos, pero su presencia sigue viva en lo que dejó, en lo que enseñó, en lo que fue.


En esta narrativa me refiero a un personaje ficticio llamado MC. Aunque este no existió como tal, su enfermedad sí es algo real. Cada cosa que aquí se relata está basada exclusivamente en informes clínicos y notas médicas, cuidadosamente entrelazadas para mostrar con claridad cómo evoluciona una condición de salud que afecta a miles de personas como Martín. Me he mantenido al margen de errores, omisiones o negligencias que lamentablemente suelen presentarse en el sistema de salud mexicano, incluyendo también a la medicina privada, porque no se trata de señalar culpables, sino de mostrar lo que ocurre cuando el cuerpo empieza a rendirse y la medicina, aunque presente y evolucionada, no siempre puede revertir el curso desencadenado.


MC representa a todas esas personas que enfrentan el deterioro progresivo de su salud con una mezcla admirable de disciplina, resiliencia y profunda humanidad. Su historia no busca dramatizar, sino dignificar. Es una forma de responder, desde lo simbólico y lo clínico, a esa pregunta que no deja de resonar en mi mente: ¿Qué le pasó a Martín? Porque aunque MC sea ficticio, su lucha es real. Y en muchos sentidos, es también una lucha como la de Martín. Él, como MC, vivió con dignidad cada etapa de su vida, incluso cuando la adversidad se volvió rutina… y lo hizo sin perder su esencia. MC es una síntesis de muchas historias, pero también considero que es una forma de entender lo que ocurre cuando el cuerpo se va debilitando, cuando la medicina acompaña, pero no salva, y cuando la vida se apaga sin perder su luz.


MC tenía 57 años cuando su cuerpo comenzó a enviar señales sutiles. No eran gritos, sino susurros. Una sensación de vaciamiento incompleto al orinar, una presión leve en el bajo vientre, una urgencia que no se correspondía con el volumen. Pequeños avisos que, como suele ocurrir, se confunden con el estrés, la edad o el ritmo de vida. Pero esta vez no eran pasajeros. Fue entonces cuando recibió el diagnóstico de hiperplasia prostática benigna. Una glándula que crece con los años, que aprieta la uretra como una mano cerrada, limitando el flujo y alterando la rutina más básica del cuerpo.


MC era disciplinado. No solo por carácter, sino por convicción. Siguió el tratamiento con rigor: tamsulosina diaria, hidratación constante, nada de irritantes. Acudía a sus revisiones cada tres meses, anotaba sus síntomas, preguntaba con detalle. Su gente lo apoyaba, y él respondía con responsabilidad. Cuando los síntomas cedieron, cuando la orina volvió a fluir con normalidad, creyó que había vencido. Se permitió relajarse. Volvió a los antojitos, al alcohol en las reuniones ocasionales, a los días de refrescos sin agua suficiente. No por descuido, sino por esperanza pensó que el cuerpo le había dado tregua, que la vida le estaba devolviendo un poco de normalidad. Y no fue así.


Al cumplir 58 años el cuerpo de MC dejó de ceder. Una noche, simplemente, ya no pudo orinar. La vejiga se convirtió en una trampa dolorosa, y la urgencia se volvió emergencia. Fue inmediatamente al hospital. Le colocaron una sonda. La orina salió, pero con ella también se fue algo más: la autonomía, la certeza de que todo estaba bajo control. Esa sensación de fragilidad que aparece cuando el cuerpo deja de obedecer, cuando la dependencia médica se vuelve cotidiana.


La sonda se mantuvo por 21 días y la orina fluyó aunque no como se esperaba. Los médicos observaron signos de retención crónica, y comenzaron a sospechar que los riñones estaban sufriendo. Se ordenaron estudios. MC supo que su función renal estaba disminuida: 75–80%, luego 35–40%. El cuerpo ya no filtraba como antes. Se inició una diálisis ambulatoria. MC comenzó a vivir entre agujas, bolsas, horarios y consultorios. Su vida se fragmentó en sesiones, en cifras, en restricciones. Cada día era una negociación entre lo que podía hacer y lo que debía evitar.


Pero la enfermedad no se detuvo. La función renal cayó a 5–10%. Se declaró falla renal crónica terminal. Se inició la hemodiálisis permanente. Se administró eritropoyetina para combatir la anemia asociada. Se ajustaron medicamentos. Se pidió a los suyos que comprendieran la condición de salud de MC: no había marcha atrás. La medicina ya no ofrecía cura, solo un acompañamiento para mantener alguna calidad de vida.


La anemia se agravó. La hemoglobina bajó a 4.8, luego por debajo de 4. Su cuerpo ya no recibía oxígeno suficiente. MC se volvió pálido, débil, silencioso. Fue hospitalizado. Se le transfundió sangre. Se vigiló día y noche. Pero el cuerpo ya no respondía. La intoxicación urémica avanzaba. Su corazón se debilitó. La presión cayó. El cuerpo se cerraba. Como si poco a poco se apagara desde adentro.


A las 12:48 horas de un martes, MC falleció en el hospital. No hubo milagros. No hubo recuperación. Solo un equipo médico que lo sostuvo hasta el final, y al pendiente su gente que lo apreciaba y le dolió saber que partió a la eternidad entre tubos, monitores y silencio. Pero también con dignidad.


MC perdió la batalla contra su enfermedad, pero nunca dejó de luchar y no había cosas que justificaran olvidarse de él mismo. Hasta su último aliento, enfrentó cada etapa con entereza, con esperanza, con la convicción de que su vida merecía ser vivida con respeto. Su cuerpo se rindió, pero su voluntad no. Este relato honra esa lucha silenciosa, esa resistencia cotidiana que no aparece en los manuales, pero que define lo más humano de la gente: su lucha por vivir con dignidad.


Esta historia fue un intento por comprender, por honrar, por hacer memoria y por homenajear a Martin, entendiendo alguna respuesta a la duda ¿Qué le pasó? Porque a veces, la resignación ante la perdida de alguien no viene en forma de aceptación, sino de comprensión y entendimiento que nos permite mirar con más detalle los límites y posibilidades de lo que significa vivir… y también lo que significa partir hacia la eternidad.

 

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