del Profr. Arturo Rosales Toledo


diciembre 04, 2025

En un pequeño pueblo de los Apalaches, donde las montañas se alzan como murallas de silencio y los bosques de pinos se cubren de nieve, el invierno llegaba con un aire frío y profundo. La nieve caía envolviendo las calles en un silencio que parecía guardar secretos antiguos, mientras las colinas blancas se extendían como un manto protector alrededor de la comunidad.

Dentro de una humilde casa de madera, en la víspera de la Nochebuena el fuego ardía suavemente, iluminando con su resplandor cálido las paredes gastadas por los años. Allí, el abuelo, hombre de memoria y raíces firmes, hablaba con serenidad. Su voz era pausada, como si cada palabra hubiera sido pensada durante décadas. En su interior, sabía que los recuerdos podían ser pesados, pero también comprendía que eran la única forma de mantener viva la esperanza. Por eso, al aludir a "The Spirit of Christmas Past" (El Espíritu de la Navidad pasada), lo hacía con la convicción de que no era un fantasma de lo perdido, sino invocar una fuerza que aguardaba pacientemente para renovarse en cada Nochebuena. Su actitud era la de un maestro silencioso: la espalda recta, las manos abiertas sobre las rodillas, los ojos fijos en el fuego, como si allí se reflejara la memoria de toda su vida.


La madre, sentada cerca del fuego, escuchaba con atención. Su rostro reflejaba esfuerzo y resignación, pero también una calma que nacía de la necesidad de sostener a los suyos. Su pensamiento, se debatía entre la carga por la ausencia del esposo y la fuerza que debía mostrar para que sus hijos sobresalieran. Sabía que no podía dejarse vencer por nada, y por eso, cuando murmuró con una sonrisa tenue: “Tomorrow will be Christmas Day” (Mañana será Navidad), lo hizo no sólo como un recordatorio, sino como una promesa íntima de que la vida seguiría adelante. Su actitud era contenida, casi ritual: las manos juntas sobre el regazo, la mirada baja, pero con un brillo que revelaba que aún creía en la luz que trae la Navidad.

Los niños, inquietos y curiosos, jugaban con las sombras que proyectaba el fuego. Al principio, sus pensamientos eran ligeros, propios de la infancia: imaginaban figuras fantásticas en las paredes, monstruos que se deshacían en humo, héroes que surgían de las llamas. Pero poco a poco, el tono del abuelo y la calma de la madre los fueron envolviendo. En silencio, comenzaron a comprender que aquellas palabras hablaban también de ellos, de su futuro, de la fuerza que debían encontrar en su interior. Sus actitudes cambiaron: dejaron de moverse, se acercaron más al fuego, y sus ojos brillaron con una mezcla de ilusión y melancolía. Uno de los niños apoyó la cabeza en el regazo de la madre, buscando consuelo; otro tomó la mano del abuelo, como si quisiera aferrarse a su sabiduría; la niña más pequeña miró hacia la ventana, convencida de que la nieve que caía llevaba consigo recuerdos de su padre ausente.

La platica del abuelo no era sólo para alejar alguna tristeza, era un llamado a mirar hacia dentro y hallar fuerza en el corazón. En ese instante, como si el viento llevara voz, se oyó un susurro invisible: “Your heart can find another way, believe in what I say” (Tu corazón puede encontrar otro camino, cree en lo que digo). Los pensamientos de la familia se unieron en ese eco: el abuelo recordó su propia juventud y las pérdidas que había superado; la madre sintió que su esposo aún estaba presente; los niños comprendieron que la ausencia no era un vacío, sino semilla de esperanza. Entonces, el frío, la nieve y las sombras que intentaban cubrir los sueños de cada quien se deshicieron, dejando espacio para la claridad y reverberando con una sola idea: “Tomorrow will be Christmas Day” (Mañana será Navidad).

En esa noche, entre abrazos y silencios compartidos, la familia comprendió que The Spirit of Christmas Past no era un fantasma de lo perdido, sino una presencia luminosa que habitaba en la nieve, en el fuego y en las campanas del viento que bajaban desde las montañas de los Apalaches. El abuelo era un guía que enseñaba con paciencia, la madre era un sostén que transformaba la resignación en esperanza, los niños eran una promesa que brillaba en la claridad del futuro, y el padre aunque etéreo estaba presente como memoria viva, que susurraba discretamente.

Por eso cada invierno puede traer mucho frío, oscuridad y silencio, pero la Navidad enciende un fuego interior que disuelve las sombras: el espíritu que viene del pasado no ata, libera; recuerda que cada Nochebuena es un renacer, que la claridad siempre vence a la oscuridad, y que el amor compartido es la verdadera luz que ilumina el camino hacia adelante.


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