Eran las 2:18 de la tarde, del 10 de septiembre de 2025, cuando un estruendo aterrador se abrió paso entre el concreto y el cielo. Una pipa de gas lp de gran tamaño se volcó en el acceso a la autopista México-Puebla, desgarrando un contenedor que liberó su aliento invisible. La fuga se extendió como una nube densamente blanca, sin forma, envolviendo la zona con una presencia inquietante. Peatones y automovilistas quedaron atrapados en un instante de desconcierto absoluto. Nadie comprendía lo que ocurrió. El tiempo pareció detenerse. El silencio se volvió denso. Y entonces, sin advertencia alguna, una llamarada se apoderó del entorno.
Mi querido
papá, el profesor Arturo Rosales Toledo, solía reflexionar sobre el sentido de
la vida humana mientras leía algún libro, dejando anotaciones al margen del
texto. Creía que todos estamos marcados en esta existencia, pero que hay
ciertos signos que influyen en la espiritualidad que nos guía. Según él, esos
signos son:
1. El llamado: Este signo representa ese momento en la vida en que
algo —una experiencia, una pérdida, una revelación, incluso una conversación
inesperada— nos sacude por dentro y nos obliga a ver el mundo con otros ojos.
Es como si algo nos despertara de una rutina o de una forma de pensar que ya no
nos sirve. Puede ser una crisis que nos obliga a cambiar, o una inspiración que
nos invita a crecer. Es el inicio de una transformación personal, donde
empezamos a preguntarnos quiénes somos, qué queremos, y qué sentido tiene lo
que hacemos.
2. La fortaleza: Este signo aparece cuando la vida nos pone a
prueba. No se trata solo de aguantar, sino de descubrir que tenemos una fuerza
interior que no sabíamos que existía. Es la capacidad de resistir ante lo
inesperado: una enfermedad, una pérdida, una injusticia, una situación límite. Revela
nuestra voluntad de seguir adelante, incluso cuando todo parece estar en
contra.
3. El cierre de vida: Este signo revela el momento en
que una etapa importante llega a su fin. Es cuando miramos hacia atrás y
hacemos balance de lo vivido. Es una especie de recogida del camino: lo que
aprendimos, lo que dejamos, lo que dimos. Puede ser el retiro de una profesión,
el final de una relación, o simplemente el reconocimiento de que algo ha
cumplido su ciclo, sin embargo, cuando implica la muerte los antepasados decían
que se trata del penar recogiendo los pasos durante el andar de la vida.
4. El destino: Este signo habla del rumbo que cada persona debe
recorrer. No es algo que se pueda evitar, porque está ligado a las decisiones
que tomamos y a las consecuencias que vienen con ellas. No significa que todo
esté escrito, pero sí que hay caminos que se abren según cómo actuamos. El
destino nos enfrenta con lo que somos y con lo que hemos hecho.
5. La misión en la vida: Este último signo es el que da
sentido profundo a nuestra existencia. Va más allá de lo personal: es aquello
que hacemos que deja huella, que trasciende, que se convierte en legado. Puede
ser cuidar a una familia, preservar una tradición, enseñar, sanar, crear, acompañar.
La misión no siempre es grandiosa, pero sí significativa. Es lo que nos conecta
con algo mayor que nosotros mismos.
Los signos del tránsito existencial no buscan respuestas racionales, sino
abrir el corazón a lo espiritual, a lo celestial. Y aquel 10 de septiembre de
2025, en el Puente de la Concordia, Iztapalapa, cada uno de ellos se manifestó
como un acto de revelación. Muchas personas fueron tocadas, otras, protegidas, miles
sorprendidas. Tal vez sus vidas fueron cambiadas por el azar, pero quizá, en
medio del caos, se les reveló alguno de los signos del tránsito existencial.
Edson escuchó el llamado como un estruendo
Era la tarde del 10 de septiembre. Desde su hogar, Edson sintió un estruendo
que sacudió la zona oriente como si el aire mismo se hubiera quebrado. Minutos
después, las redes se inundaron de imágenes: fuego, humo, gritos, cuerpos. Y en
las calles, la confusión se volvió desesperación. Familias corrían sin rumbo,
buscando a los suyos entre los escombros, en hospitales, en listas digitales,
en cualquier rincón donde pudiera asomarse una señal de vida.
Edson no esperó instrucciones. Lo que sintió no era rutina, ni deber, ni
impulso laboral. Era otra cosa. Apagó su aplicación de reparto, miró a su
esposa y le pidió un cartel: “¿Buscas a un familiar? Te llevo de
hospital a hospital sin costo.” Lo compartió en redes y salió en su
moto. Durante horas recorrió la ciudad con personas que no sabían dónde estaban
sus seres queridos. Los llevó de hospital en hospital, sin preguntar, sin
cobrar, sin detenerse. Su moto se volvió una herramienta de consuelo, un
vehículo de esperanza.
Su familia también respondió. Una tía ofreció su coche. Su abuela preparó
tortas para los afectados. Pero Edson no dio discursos, ni buscó cámaras. Solo
escuchó el llamado, pues hay almas que no esperan órdenes, perciben el dolor
ajeno como propio, y desde esa sensibilidad nace su acción, siendo algo que no
busca reconocimiento, sino transformación. Una acción que brota desde lo más
profundo y se proyecta hacia lo colectivo.
Ese día, Edson no solo recorrió calles. Recorrió el tránsito existencial que
se manifiesta cuando el corazón se abre al otro. Y en medio del caos, su gesto
fue una forma de revelación
Alberto conoció la fortaleza en una marea de fuego
El oficial Alberto patrullaba a un costado de la autopista México-Puebla
cuando vio cómo una nube de gas comenzaba a envolver la zona. Estaba a menos de
doscientos metros de la pipa. Cerró los cristales, activó el aire
acondicionado, y en cuestión de segundos, el flamazo sacudió su vehículo.
Sintió el golpe en el pecho, como si el aire se hubiera vuelto fuego. Pensó que
no saldría con vida. Pero no huyó.
Se repuso del trauma momentáneo y bajó rápidamente de la unidad, tomó el
extintor y comenzó a apagar a las personas envueltas en llamas. Corrió hacia
una microbús incendiado, ahí un hombre, ya calcinado pero aún consciente, le
entregó su celular y su cartera: “Oficial, llévese mi celular y mi cartera, por
si no sobrevivo… no quiero morir como desconocido. Avísele a mi familia.”
Alberto lo sacó entre las cenizas. Pidió ayuda inmediata. Más tarde supo que
aquel hombre no sobrevivió. Pero no murió en el anonimato. La promesa fue
cumplida.
Ese día, Alberto no enfrentó el fuego con armas, sino con presencia, más allá
de su deber se impuso su compasión por los semejantes, con una voluntad que no
se quebró ante el horror. Porque la fortaleza no siempre se muestra en la
fuerza física, sino en el acto de permanecer y enfrentar cuando todo invita a
huir. En el gesto de reconocer al otro, incluso en su último aliento de vida. Y
en medio de la marea de fuego, Alberto cruzó uno de los signos del tránsito
existencial. El signo que revela lo que somos cuando el mundo se rompe: La
fortaleza que nace del alma.
Ana Daniela cerró su ciclo sin despedida
En la zona de la explosión caminaba Ana Daniela, estudiante de Ingeniería en
la FES Cuautitlán de la UNAM. Iba a pie, concentrada en las tareas de su día,
cuando el fuego la alcanzó sin aviso. La explosión fue tan repentina que no
hubo espacio para el miedo, ni para la reacción. Solo quedó el instante y
después, el silencio. Ana Daniela ya no pudo decir nada, sin embargo, fue
enviada de urgencia a un hospital.
Sus útiles escolares quedaron esparcidos en el suelo, semiquemados. Entre
ellos, un celular, chamuscado pero aún encendido. Ese pequeño objeto al igual
que ella, también se resistía a desaparecer. En su última señal el personal de
emergencia logró contactar a su madre para informarle de la tragedia y de la
desgracia de su hija.
La madre y el novio, Bryan, iniciaron una peregrinación. De hospital en
hospital, de lista en lista, la buscaron sin descanso, en ningún lugar la
identificaban porque la gravedad de sus heridas, y luego la muerte, impidieron
que Ana Daniela dijera su nombre. Finalmente fue identificada, pero demasiado
tarde para una despedida, un último abrazo.
Junto a ella, otras siete personas perdieron la vida por la misma tragedia:
· Misael.
·
Eduardo.
·
Juan Carlos.
·
Carlos.
·
Oscar.
·
Juan Antonio.
·
Irving.
Algunos quedaron atrapados en vehículos. Otros fueron alcanzados por las
llamas sin advertencia. Nadie tuvo tiempo para entender, ni para huir. Todo
ocurrió en un solo instante. Fue un cierre de vida inesperado. Físicamente ya
no están, pero sus historias se contarán. Tal vez sus almas regresaron al
origen, en un tránsito silencioso. Porque hay quienes cumplen su ciclo sin
despedida, dejando un vacío inmenso y una pena profunda en quienes los aman. Y
en ese dolor, también se revela el signo del cierre de vida: el momento en que
todo se recoge, sin palabras, pero con memoria.
Adolfo encontró su destino en un descanso
Adolfo, trabajador de una vulcanizadora, había cumplido ya buena parte de su
jornada. El cuerpo le pedía una pausa. Cruzó la autopista y se recostó sobre el
pasto de un pequeño jardín, buscando un respiro. En cuestión de minutos, el
sueño lo envolvió. Apenas unos metros adelante, la pipa se descontroló. La
explosión ocurrió mientras él dormía. Las llamas lo alcanzaron sin aviso. No
hubo tiempo para despertar, ni para huir. Su cuerpo quedó gravemente herido.
Hoy está intubado, con quemaduras profundas y órganos comprometidos. Ha
sobrevivido a cuatro paros cardiacos. Y aun así, sigue luchando por permanecer
en este plano existencial.
Lo que le ocurrió no fue una elección, ni un sacrificio consciente. Fue una
intersección entre el tiempo y el lugar. Un cruce inevitable. Fue su destino.
Porque el destino no pide permiso. No necesita explicación. Solo basta un
instante para revelarse.
Y en ese instante, Adolfo entró en el tránsito existencial. El signo que nos
confronta con lo que no podemos evitar, con lo que nos toca vivir, aunque no lo
hayamos buscado. El destino, cuando se manifiesta, no siempre llega con
claridad. A veces lo hace en silencio, mientras dormimos, mientras descansamos,
mientras creemos que todo está en calma.
Alicia con la misión de proteger una pequeña vida
Su nombre es Alicia. Esa tarde, como tantas otras, trabajaba de despachadora
de microbuses. En medio de la rutina, su hija pasó a dejarle a la nieta de dos
años para que la cuidara durante el resto del día. Abuela y nieta permanecieron
juntas, compartiendo ese vínculo silencioso que solo el amor filial sabe
sostener. Y entonces, el fuego las alcanzó.
Alicia no gritó, no huyó, nunca dudó. Se convirtió en escudo humano. Cubrió
con su cuerpo a la niña, protegiéndola del fuego como si su carne fuera un muro
impenetrable, como si su voluntad pudiera contener el desastre. Un policía y un
motociclista lograron auxiliar a la menor, esa niña fue atendida y sobrevivió.
Alicia, en cambio, fue llevada al hospital con el 90% de su cuerpo quemado. A
pesar de su fortaleza, sus esperanzas de vida son mínimas.
Lo que hizo no fue instinto ni fue reflejo. Fue entrega. Fue misión. Porque
hay almas que vienen al mundo con el propósito de proteger a los suyos, a los
semejantes, incluso con su cuerpo, incluso con su vida. Alicia no estaba ahí
por casualidad. Estaba ahí para cumplir algo más grande: salvaguardar la
existencia de su nieta, que es su sangre, su historia, su continuidad.
Su acto fue más que humano. Fue espiritual. Fue el signo de la misión en la
vida: ese que da sentido profundo a la existencia, que trasciende lo personal y
se convierte en legado. Y en medio del caos, Alicia cumplió su misión con una
dignidad que no se mide en palabras, sino en el silencio de quienes aman sin
condiciones.
El dilema de la justicia
La pipa que explotó bajo el Puente de la Concordia el fatídico día, no era
un vehículo cualquiera. Pertenecía a Transportadora Silza, filial del poderoso
Grupo Tomza. Y no, eso no fue un accidente aislado. Fue el resultado de una
maquinaria empresarial que opera con negligencia sistemática, omisiones
calculadas y una perversidad que se disfraza de legalidad. Silza no contaba con
seguros vigentes —lo confirmó la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente
(ASEA)— y aún así seguía circulando, acumulando siniestros, evadiendo sanciones,
y blindándose con contratos públicos que la protegen del castigo.
Mientras las víctimas se debaten entre la vida y la muerte, la empresa emitió
comunicados. Mientras las familias peregrinaban entre hospitales y sufrían la
incertidumbre por la salud de sus seres queridos, ellos hablaron de pólizas
inexistentes. Mientras los vecinos improvisaban rescates, ellos activaron su
maquinaria de relaciones públicas. ¿Qué clase de entidad transporta muerte y se
protege con papeles vencidos? ¿Qué tipo de empresa sabe lo que puede pasar… y aun
así lo permite?
La ley debería actuar. Las autoridades deberían castigar. Pero ¿quién puede
confiar en una justicia que llega tarde, que se diluye en comunicados, que se
distrae con tecnicismos? ¿Quién puede creer en sanciones cuando el poder económico
compra tiempo, silencio y protección? El dolor no se borra con promesas. La
impunidad no puede ser el destino de quienes destruyen vidas por omisión. Lamentablemente
desde los tiempos del presidencialismo la justicia en nuestro país ha sido
lenta, tímida, y en tiempos más recientes cómplice protectora y cínica. Mientras
tanto, las víctimas de esta y otras tragedias siguen esperando. No por justicia
institucional, sino por algo más profundo. Por memoria. Por verdad. Por
dignidad.
Cuando la
justicia humana falla —cuando se desvanece entre trámites, se diluye en
silencios y omisiones, se pierde entre intereses y negocios— hay otra justicia
que se impone. No depende de jueces, ni de expedientes, ni de abogados. No
necesita testigos ni firmas. Es la justicia divina, la que no se negocia ni se
posterga. Algunos la llaman karma, pero el profesor Arturo Rosales Toledo la
nombraba de otro modo: “penitencia”. Decía que todos, tarde o temprano, pagamos
esa penitencia, porque “son los pendientes que Dios le hará cumplir a cada
quien”. Cada acto, cada omisión, cada mentira, cada maldad queda registrada en
la memoria celestial. No hay archivo que la contenga, ni argumento que la
contradiga. No firma contratos, no se impresiona con personalidades, no se
distrae con comunicados. Y cuando menos se espera, esa penitencia se presenta y
cobra con exactitud lo que se debe.
Si el
profesor Arturo hubiera presenciado esta tragedia, antier, ayer u hoy, habría
dicho con serenidad que ahí se revelaron los signos del tránsito existencial.
Porque en medio del dolor, se manifiesta lo sagrado: el llamado que sacude, la
fortaleza que sostiene, el cierre que recoge, el destino que se impone y la
misión que trasciende. Cada uno de esos signos trae consigo una implicación
profunda. Habiendo un daño que no solo hiere a una persona, sino alcanza a más de 90 personas, a todo
un pueblo, la ley humana debería responder con firmeza. Pero si no lo hace, el
reino espiritual lo hará. Porque toda víctima, todo inocente, todo culpable,
todo responsable y todo cómplice recibirá lo que ha sembrado. Esa justicia
divina no se escribe en papel, sino en conciencia. Y no pesa por venganza, sino
por equilibrio. Y en ese equilibrio, se honra la vida.
M.M. Perseo Rosales Reyes
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