Desde tiempos antiguos, diversas culturas alrededor del mundo han atribuido a los animales —especialmente a aquellos que fueron compañeros cercanos de los humanos— un papel trascendental en el tránsito hacia el más allá. Por ejemplo, en las tradiciones chamánicas siberianas se cree que ciertos animales actúan como psicopompos, es decir, guías de almas que conducen a los difuntos hacia el mundo espiritual. En el antiguo Egipto, los gatos eran considerados protectores del alma en su viaje post mortem, y Anubis, el dios con cabeza de chacal, era el encargado de pesar el corazón del difunto y guiarlo en su juicio final. Dentro de la tradición budista se cree que los animales pueden reencarnar como humanos y viceversa, lo que refuerza la idea de una conexión espiritual profunda entre especies. Estas creencias reflejan una visión mística y simbólica del vínculo humano-animal, donde la muerte no rompe la relación, sino que la transforma en una alianza espiritual para el tránsito hacia lo eterno.
La celebración del Día de Muertos en México es una manifestación cultural profundamente arraigada que entrelaza elementos indígenas y católicos, donde la muerte no representa un final, sino una etapa más en el ciclo de la existencia. Esta veneración que relatábamos en el post de “Los Gigantes y el Culto a los Muertos de los Antiguos Mixtecas”, tiene raíces ancestrales que vinculan el fallecimiento con el retorno a un origen, dentro de una cosmovisión que honra la memoria y el tránsito espiritual como parte de un equilibrio natural.
En la cultura prehispánica se creía que los xoloitzcuintles desempeñaban un papel esencial en el viaje de las almas hacia el Mictlán. Esta raza canina, originaria de México y con más de 3,000 años de historia, era considerada el guía principal de los muertos. Según la mitología mexica, el alma del difunto debía atravesar nueve niveles para llegar al Mictlán, y uno de los desafíos era cruzar el río Apanohuacalhuia vigilado por el monstruo marino Xochitonal. Para lograrlo, necesitaba la ayuda de un xoloitzcuintle, quien decidía si el alma era digna de ser guiada, dependiendo de cómo había sido tratado en vida. Por ello, este canino no solo simbolizaba compañía, sino también protección espiritual.
Hoy en día, esta cosmovisión se ha ampliado para incluir a todos los animales que fueron compañeros de vida —perros, gatos, aves, reptiles, entre otros—, reconociéndolos como seres espirituales que acompañan y esperan a sus dueños en el más allá. Se ha extendido la creencia de que las mascotas fallecidas también van a un paraíso, donde aguardan con amor y fidelidad el reencuentro con sus humanos.
Tal idea se refleja en las prácticas contemporáneas del Día de Muertos, pues mchas familias colocan figuras de xoloitzcuintles en sus altares, junto con juguetes y alimentos para sus mascotas fallecidas, reafirmando que los vínculos afectivos con los animales no se rompen con la muerte, sino que perduran. La película Coco de Disney-Pixar popularizó esta creencia al presentar a Dante, un xoloitzcuintle que acompaña al protagonista en su travesía por el mundo de los muertos. En el filme, Dante se transforma en un alebrije, criatura fantástica que en la tradición mexicana representa un espíritu guía. Aunque los alebrijes no tienen origen prehispánico, su inclusión como entidades espirituales refuerza la idea de que los animales pueden ser mediadores entre el mundo físico y el metafísico.
Desde una perspectiva antropológica, esta narrativa refleja una visión animista del mundo, donde todos los seres vivos comparten una esencia espiritual y pueden interactuar más allá de la muerte. El papel del xoloitzcuintle como guía del alma muestra cómo la cultura mexicana otorga agencia espiritual a los animales, reconociéndolos como parte integral del tránsito hacia la eternidad. Así, las mascotas no solo acompañan el alma en su viaje, sino que también representan la promesa de un reencuentro lleno de ternura en el universo eterno de los recuerdos y el amor
Durante el 23er Festival Internacional de Cine de Morelia la marca Victoria patrocinadora del evento presentó un cortometraje titulado “¿A ti quién te espera?”. Se trata de una narrativa animada pero especialmente conmovedora en la que un hombre fallece y al llegar al más allá, es recibido por su perro, quien lo acompaña en su tránsito espiritual y al reencuentro con los suyos que se adelantaron en el camino de la vida. El video difundido inmediatamente a través de las redes sociales como una campaña publicitaria institucional, se inspira en la creencia prehispánica del xoloitzcuintle como guía de almas, y lo representa con una sensibilidad moderna y emocional. La historia no solo honra la tradición mexicana, sino que también resalta el amor incondicional entre humanos y mascotas, mostrando cómo ese vínculo puede continuar más allá de la vida terrenal.
El contenido del video conecta profundamente con las emociones de los mexicanos, quienes ven en sus mascotas no solo compañía, sino familia. En el contexto del Día de Muertos de 2025, donde se honra la memoria de los seres queridos, este cortometraje evoca la nostalgia, el amor y la esperanza, recordándonos que nuestros animales también nos esperan en el más allá. Es una representación visual poderosa de cómo la cultura mexicana abraza la muerte con ternura y espiritualidad.
Ver “¿A ti quién te espera?” es más que disfrutar una producción audiovisual: es una oportunidad para reflexionar sobre el amor que damos y recibimos de nuestras mascotas. Por eso, en este posteo invito a mis lectores a verlo con el corazón abierto, recordando a todas las mascotas fieles que nos acompañaron en vida y que, según la tradición, nos esperarán para guiarnos cuando llegue nuestro momento. Es un homenaje que merece ser visto con atención, mucho respeto y bastante cariño.
Una y otra vez, como un eco
persistente, me cala en la mente la misma duda: ¿Qué le pasó a Martín? No es
una pregunta cualquiera. Es una inquietud que reverbera, porque Martín no fue
solo un colega brillante, sino un amigo entrañable, de esos que dejan huella en
cada conversación, en cada gesto, en cada momento compartido.
Martín fue un economista
excepcional. Meticuloso, crítico, apasionado por el conocimiento. Su trabajo
como profesor universitario no se limitaba a impartir clases: inspiraba,
retaba, acompañaba. Su legado académico es amplio y valioso: artículos,
ensayos, reflexiones sobre economía, sociología y derechos humanos, que siguen demostrando
sus ideas y paradigmas. Pero si algo lo hacía verdaderamente especial, era su
forma de ser. Su humanidad.
Fue una persona honesta, sin
dobleces. Franca, pero nunca hiriente. Amable, incluso en los momentos más difíciles.
Y sobre todo, resiliente. Esa palabra que a veces usamos sin medir su peso, en
él cobraba sentido. Martín enfrentó pruebas durísimas: la pandemia, los accidentes
que afectaron su salud, el deterioro de su vista, la pérdida de los seres
queridos que eran únicos pilares en su vida. Y aun así, seguía adelante. No como quien
ignora el dolor, sino como quien lo abraza, lo transforma y lo convierte en
fuerza para vivir, incluso en los momentos que la depresión trataba de invadir
su mente. Y en medio de todo eso, conservaba su humor sarcástico, ese que nos
sacaba una carcajada justo cuando más la necesitábamos, o nos hacia torcer "y doler" el
cuello. Por eso no me sorprendería que, desde donde esté, me soltara una de sus
frases con ese tono que solo él sabía usar: “¡Ay Yomito, si tu maestro Lenine supiera que tienes esa duda, ya te hubiera dado una chinguita!” (jejeje).
Ante tal duda que no me deja en
paz, me puse a buscar respuestas. Volví a leer y repasé nuestras conversaciones
por WhatsApp, como quien busca pistas en los recuerdos; también localicé
ficheros de datos médicos y luego me di a la tarea de redactar una narrativa.
No sé si esto sea una respuesta definitiva de la duda expresada, pero sí
redescubrí lo que ya sabía: que Martín vivió con intensidad, con compromiso,
con trascendencia, que su ausencia duele a quienes lo apreciamos, pero su
presencia sigue viva en lo que dejó, en lo que enseñó, en lo que fue.
En esta narrativa me refiero a un
personaje ficticio llamado MC. Aunque este no existió como tal, su enfermedad sí
es algo real. Cada cosa que aquí se relata está basada exclusivamente
en informes clínicos y notas médicas, cuidadosamente entrelazadas para mostrar
con claridad cómo evoluciona una condición de salud que afecta a miles de
personas como Martín. Me he mantenido al margen de errores, omisiones o negligencias que
lamentablemente suelen presentarse en el sistema de salud mexicano, incluyendo
también a la medicina privada, porque no se trata de señalar culpables, sino de
mostrar lo que ocurre cuando el cuerpo empieza a rendirse y la medicina, aunque
presente y evolucionada, no siempre puede revertir el curso desencadenado.
MC representa a todas esas
personas que enfrentan el deterioro progresivo de su salud con una mezcla
admirable de disciplina, resiliencia y profunda humanidad. Su historia no busca
dramatizar, sino dignificar. Es una forma de responder, desde lo simbólico y lo
clínico, a esa pregunta que no deja de resonar en mi mente: ¿Qué le pasó a
Martín? Porque aunque MC sea ficticio, su lucha es real. Y en muchos sentidos,
es también una lucha como la de Martín. Él, como MC, vivió con dignidad cada etapa de su
vida, incluso cuando la adversidad se volvió rutina… y lo hizo sin perder su
esencia. MC es una síntesis de muchas historias, pero también considero que es
una forma de entender lo que ocurre cuando el cuerpo se va debilitando, cuando
la medicina acompaña, pero no salva, y cuando la vida se apaga sin perder su
luz.
MC tenía 57 años cuando su cuerpo
comenzó a enviar señales sutiles. No eran gritos, sino susurros. Una sensación
de vaciamiento incompleto al orinar, una presión leve en el bajo vientre, una
urgencia que no se correspondía con el volumen. Pequeños avisos que, como suele
ocurrir, se confunden con el estrés, la edad o el ritmo de vida. Pero esta vez
no eran pasajeros. Fue entonces cuando recibió el diagnóstico de hiperplasia
prostática benigna. Una glándula que crece con los años, que aprieta la uretra
como una mano cerrada, limitando el flujo y alterando la rutina más básica del
cuerpo.
MC era disciplinado. No solo por
carácter, sino por convicción. Siguió el tratamiento con rigor: tamsulosina
diaria, hidratación constante, nada de irritantes. Acudía a sus revisiones cada
tres meses, anotaba sus síntomas, preguntaba con detalle. Su gente lo apoyaba, y
él respondía con responsabilidad. Cuando los síntomas cedieron, cuando la orina
volvió a fluir con normalidad, creyó que había vencido. Se permitió relajarse.
Volvió a los antojitos, al alcohol en las reuniones ocasionales, a los días de refrescos sin agua
suficiente. No por descuido, sino por esperanza pensó que el cuerpo le había
dado tregua, que la vida le estaba devolviendo un poco de normalidad. Y no fue así.
Al cumplir 58 años el
cuerpo de MC dejó de ceder. Una noche, simplemente, ya no pudo orinar. La
vejiga se convirtió en una trampa dolorosa, y la urgencia se volvió emergencia.
Fue inmediatamente al hospital. Le colocaron una sonda. La orina salió, pero
con ella también se fue algo más: la autonomía, la certeza de que todo estaba
bajo control. Esa sensación de fragilidad que aparece cuando el cuerpo deja de
obedecer, cuando la dependencia médica se vuelve cotidiana.
La sonda se mantuvo por 21 días y la orina fluyó aunque no como se esperaba.
Los médicos observaron signos de retención crónica, y comenzaron a sospechar
que los riñones estaban sufriendo. Se ordenaron estudios. MC supo que su función renal
estaba disminuida: 75–80%, luego 35–40%. El cuerpo ya no filtraba como antes.
Se inició una diálisis ambulatoria. MC comenzó a vivir entre agujas, bolsas,
horarios y consultorios. Su vida se fragmentó en sesiones, en cifras, en restricciones. Cada
día era una negociación entre lo que podía hacer y lo que debía evitar.
Pero la enfermedad no se detuvo.
La función renal cayó a 5–10%. Se declaró falla renal crónica terminal. Se
inició la hemodiálisis permanente. Se administró eritropoyetina para combatir la anemia asociada. Se
ajustaron medicamentos. Se pidió a los suyos que comprendieran la condición de
salud de MC: no había marcha atrás. La medicina ya no ofrecía cura, solo un acompañamiento para mantener alguna calidad de vida.
La anemia se agravó. La
hemoglobina bajó a 4.8, luego por debajo de 4. Su cuerpo ya no recibía oxígeno suficiente. MC
se volvió pálido, débil, silencioso. Fue hospitalizado. Se le transfundió sangre.
Se vigiló día y noche. Pero el cuerpo ya no respondía. La intoxicación urémica
avanzaba. Su corazón se debilitó. La presión cayó. El cuerpo se cerraba. Como
si poco a poco se apagara desde adentro.
A las 12:48 horas de un martes,
MC falleció en el hospital. No hubo milagros. No hubo recuperación. Solo un
equipo médico que lo sostuvo hasta el final, y al pendiente su gente que lo
apreciaba y le dolió saber que partió a la eternidad entre tubos, monitores y
silencio. Pero también con dignidad.
MC perdió la batalla contra su
enfermedad, pero nunca dejó de luchar y no había cosas que justificaran olvidarse de él mismo. Hasta su último aliento, enfrentó cada
etapa con entereza, con esperanza, con la convicción de que su vida merecía ser
vivida con respeto. Su cuerpo se rindió, pero su voluntad no. Este relato honra
esa lucha silenciosa, esa resistencia cotidiana que no aparece en los manuales,
pero que define lo más humano de la gente: su lucha por vivir con dignidad.
Esta historia fue un intento por
comprender, por honrar, por hacer memoria y por homenajear a Martin, entendiendo
alguna respuesta a la duda ¿Qué le pasó? Porque a veces, la resignación ante la
perdida de alguien no viene en forma de aceptación, sino de comprensión y entendimiento
que nos permite mirar con más detalle los límites y posibilidades de lo que
significa vivir… y también lo que significa partir hacia la eternidad.
Eran las
2:18 de la tarde, del 10 de septiembre de 2025, cuando un estruendo aterrador
se abrió paso entre el concreto y el cielo. Una pipa de gas lp de gran tamaño
se volcó en el acceso a la autopista México-Puebla, desgarrando un contenedor
que liberó su aliento invisible. La fuga se extendió como una nube densamente blanca,
sin forma, envolviendo la zona con una presencia inquietante. Peatones y
automovilistas quedaron atrapados en un instante de desconcierto absoluto.
Nadie comprendía lo que ocurrió. El tiempo pareció detenerse. El silencio se
volvió denso. Y entonces, sin advertencia alguna, una llamarada se apoderó del
entorno.
Las
llamas surgieron de manera repentina, el suelo vibro como si hubiera sido
poseído por una fuerza desconocida. El pavimento se fracturó. Los vehículos
ardieron como si fueran brasas encendidas. El cielo se cubrió de humo, y los
puentes se transformaron en altares de ceniza. El fuego no distinguió. Todo lo
que alcanzó lo consumió. El concreto se agrietó. El metal se dobló. El paisaje
se carbonizó. Y las personas no solo experimentaron el miedo: muchas fueron
transformadas para siempre, porque aquello fue más que un accidente; para
cientos, o quizás miles de personas inconscientemente sucedió una revelación.
Un momento en que se manifestaron los signos del tránsito existencial para
quienes lo sintieron de cerca.
Mi querido
papá, el profesor Arturo Rosales Toledo, solía reflexionar sobre el sentido de
la vida humana mientras leía algún libro, dejando anotaciones al margen del
texto. Creía que todos estamos marcados en esta existencia, pero que hay
ciertos signos que influyen en la espiritualidad que nos guía y son:
1. El llamado: Este signo representa ese momento en la vida en que
algo —una experiencia, una pérdida, una revelación, incluso una conversación
inesperada— nos sacude por dentro y nos obliga a ver el mundo con otros ojos.
Es como si algo nos despertara de una rutina o de una forma de pensar que ya no
nos sirve. Puede ser una crisis que nos obliga a cambiar, o una inspiración que
nos invita a crecer. Es el inicio de una transformación personal, donde
empezamos a preguntarnos quiénes somos, qué queremos, y qué sentido tiene lo
que hacemos.
2. La fortaleza: Este signo aparece cuando la vida nos pone a
prueba. No se trata solo de aguantar, sino de descubrir que tenemos una fuerza
interior que no sabíamos que existía. Es la capacidad de resistir ante lo
inesperado: una enfermedad, una pérdida, una injusticia, una situación límite. Revela
nuestra voluntad de seguir adelante, incluso cuando todo parece estar en
contra.
3. El cierre de vida: Este signo revela el momento en
que una etapa importante llega a su fin. Es cuando miramos hacia atrás y
hacemos balance de lo vivido. Es una especie de recogida del camino: lo que
aprendimos, lo que dejamos, lo que dimos. Puede ser el retiro de una profesión,
el final de una relación, o simplemente el reconocimiento de que algo ha
cumplido su ciclo, sin embargo, cuando implica la muerte los antepasados decían
que se trata del penar recogiendo los pasos durante el andar de la vida.
4. El destino: Este signo habla del rumbo que cada persona debe
recorrer. No es algo que se pueda evitar, porque está ligado a las decisiones
que tomamos y a las consecuencias que vienen con ellas. No significa que todo
esté escrito, pero sí que hay caminos que se abren según cómo actuamos. El
destino nos enfrenta con lo que somos y con lo que hemos hecho.
5. La misión en la vida: Este último signo es el que da
sentido profundo a nuestra existencia. Va más allá de lo personal: es aquello
que hacemos que deja huella, que trasciende, que se convierte en legado. Puede
ser cuidar a una familia, preservar una tradición, enseñar, sanar, crear, acompañar.
La misión no siempre es grandiosa, pero sí significativa. Es lo que nos conecta
con algo mayor que nosotros mismos.
Los signos del tránsito existencial no buscan respuestas racionales, sino
abrir el corazón a lo espiritual, a lo celestial. Y aquel 10 de septiembre de
2025, en el Puente de la Concordia, Iztapalapa, cada uno de ellos se manifestó
como un acto de revelación. Muchas personas fueron tocadas, otras, protegidas, miles
sorprendidas. Tal vez sus vidas fueron cambiadas por el azar, pero quizá, en
medio del caos, se les reveló alguno de los signos del tránsito existencial.
Edson escuchó el llamado como un estruendo
Era la tarde del 10 de septiembre. Desde su hogar, Edson sintió un estruendo
que sacudió la zona oriente como si el aire mismo se hubiera quebrado. Minutos
después, las redes se inundaron de imágenes: fuego, humo, gritos, cuerpos. Y en
las calles, la confusión se volvió desesperación. Familias corrían sin rumbo,
buscando a los suyos entre los escombros, en hospitales, en listas digitales,
en cualquier rincón donde pudiera asomarse una señal de vida.
Edson no esperó instrucciones. Lo que sintió no era rutina, ni deber, ni
impulso laboral. Era otra cosa. Apagó su aplicación de reparto, miró a su
esposa y le pidió un cartel: “¿Buscas a un familiar? Te llevo de
hospital a hospital sin costo.” Lo compartió en redes y salió en su
moto. Durante horas recorrió la ciudad con personas que no sabían dónde estaban
sus seres queridos. Los llevó de hospital en hospital, sin preguntar, sin
cobrar, sin detenerse. Su moto se volvió una herramienta de consuelo, un
vehículo de esperanza.
Su familia también respondió. Una tía ofreció su coche. Su abuela preparó
tortas para los afectados. Pero Edson no dio discursos, ni buscó cámaras. Solo
escuchó el llamado, pues hay almas que no esperan órdenes, perciben el dolor
ajeno como propio, y desde esa sensibilidad nace su acción, siendo algo que no
busca reconocimiento, sino transformación. Una acción que brota desde lo más
profundo y se proyecta hacia lo colectivo.
Ese día, Edson no solo recorrió calles. Recorrió el tránsito existencial que
se manifiesta cuando el corazón se abre al otro. Y en medio del caos, su gesto
fue una forma de revelación
Alberto conoció la fortaleza en una marea de fuego
El oficial Alberto patrullaba a un costado de la autopista México-Puebla
cuando vio cómo una nube de gas comenzaba a envolver la zona. Estaba a menos de
doscientos metros de la pipa. Cerró los cristales, activó el aire
acondicionado, y en cuestión de segundos, el flamazo sacudió su vehículo.
Sintió el golpe en el pecho, como si el aire se hubiera vuelto fuego. Pensó que
no saldría con vida. Pero no huyó.
Se repuso del trauma momentáneo y bajó rápidamente de la unidad, tomó el
extintor y comenzó a apagar a las personas envueltas en llamas. Corrió hacia
una microbús incendiado, ahí un hombre, ya calcinado pero aún consciente, le
entregó su celular y su cartera: “Oficial, llévese mi celular y mi cartera, por
si no sobrevivo… no quiero morir como desconocido. Avísele a mi familia.”
Alberto lo sacó entre las cenizas. Pidió ayuda inmediata. Más tarde supo que
aquel hombre no sobrevivió. Pero no murió en el anonimato. La promesa fue
cumplida.
Ese día, Alberto no enfrentó el fuego con armas, sino con presencia, más allá
de su deber se impuso su compasión por los semejantes, con una voluntad que no
se quebró ante el horror. Porque la fortaleza no siempre se muestra en la
fuerza física, sino en el acto de permanecer y enfrentar cuando todo invita a
huir. En el gesto de reconocer al otro, incluso en su último aliento de vida. Y
en medio de la marea de fuego, Alberto cruzó uno de los signos del tránsito
existencial. El signo que revela lo que somos cuando el mundo se rompe: La
fortaleza que nace del alma.
Ana Daniela cerró su ciclo sin despedida
En la zona de la explosión caminaba Ana Daniela, estudiante de Ingeniería en
la FES Cuautitlán de la UNAM. Iba a pie, concentrada en las tareas de su día,
cuando el fuego la alcanzó sin aviso. La explosión fue tan repentina que no
hubo espacio para el miedo, ni para la reacción. Solo quedó el instante y
después, el silencio. Ana Daniela ya no pudo decir nada, sin embargo, fue
enviada de urgencia a un hospital.
Sus útiles escolares quedaron esparcidos en el suelo, semiquemados. Entre
ellos, un celular, chamuscado pero aún encendido. Ese pequeño objeto al igual
que ella, también se resistía a desaparecer. En su última señal el personal de
emergencia logró contactar a su madre para informarle de la tragedia y de la
desgracia de su hija.
La madre y el novio, Bryan, iniciaron una peregrinación. De hospital en
hospital, de lista en lista, la buscaron sin descanso, en ningún lugar la
identificaban porque la gravedad de sus heridas, y luego la muerte, impidieron
que Ana Daniela dijera su nombre. Finalmente fue identificada, pero demasiado
tarde para una despedida, un último abrazo.
Junto a ella, otras siete personas perdieron la vida por la misma tragedia:
Algunos quedaron atrapados en vehículos. Otros fueron alcanzados por las
llamas sin advertencia. Nadie tuvo tiempo para entender, ni para huir. Todo
ocurrió en un solo instante. Fue un cierre de vida inesperado. Físicamente ya
no están, pero sus historias se contarán. Tal vez sus almas regresaron al
origen, en un tránsito silencioso. Porque hay quienes cumplen su ciclo sin
despedida, dejando un vacío inmenso y una pena profunda en quienes los aman. Y
en ese dolor, también se revela el signo del cierre de vida: el momento en que
todo se recoge, sin palabras, pero con memoria.
Adolfo encontró su destino en un descanso
Adolfo, trabajador de una vulcanizadora, había cumplido ya buena parte de su
jornada. El cuerpo le pedía una pausa. Cruzó la autopista y se recostó sobre el
pasto de un pequeño jardín, buscando un respiro. En cuestión de minutos, el
sueño lo envolvió. Apenas unos metros adelante, la pipa se descontroló. La
explosión ocurrió mientras él dormía. Las llamas lo alcanzaron sin aviso. No
hubo tiempo para despertar, ni para huir. Su cuerpo quedó gravemente herido.
Hoy está intubado, con quemaduras profundas y órganos comprometidos. Ha
sobrevivido a cuatro paros cardiacos. Y aun así, sigue luchando por permanecer
en este plano existencial.
Lo que le ocurrió no fue una elección, ni un sacrificio consciente. Fue una
intersección entre el tiempo y el lugar. Un cruce inevitable. Fue su destino.
Porque el destino no pide permiso. No necesita explicación. Solo basta un
instante para revelarse.
Y en ese instante, Adolfo entró en el tránsito existencial. El signo que nos
confronta con lo que no podemos evitar, con lo que nos toca vivir, aunque no lo
hayamos buscado. El destino, cuando se manifiesta, no siempre llega con
claridad. A veces lo hace en silencio, mientras dormimos, mientras descansamos,
mientras creemos que todo está en calma.
Alicia con la misión de proteger una pequeña vida
Su nombre es Alicia. Esa tarde, como tantas otras, trabajaba de despachadora
de microbuses. En medio de la rutina, su hija pasó a dejarle a la nieta de dos
años para que la cuidara durante el resto del día. Abuela y nieta permanecieron
juntas, compartiendo ese vínculo silencioso que solo el amor filial sabe
sostener. Y entonces, el fuego las alcanzó.
Alicia no gritó, no huyó, nunca dudó. Se convirtió en escudo humano. Cubrió
con su cuerpo a la niña, protegiéndola del fuego como si su carne fuera un muro
impenetrable, como si su voluntad pudiera contener el desastre. Un policía y un
motociclista lograron auxiliar a la menor, esa niña fue atendida y sobrevivió.
Alicia, en cambio, fue llevada al hospital con el 90% de su cuerpo quemado. A
pesar de su fortaleza, sus esperanzas de vida son mínimas.
Lo que hizo no fue instinto ni fue reflejo. Fue entrega. Fue misión. Porque
hay almas que vienen al mundo con el propósito de proteger a los suyos, a los
semejantes, incluso con su cuerpo, incluso con su vida. Alicia no estaba ahí
por casualidad. Estaba ahí para cumplir algo más grande: salvaguardar la
existencia de su nieta, que es su sangre, su historia, su continuidad.
Su acto fue más que humano. Fue espiritual. Fue el signo de la misión en la
vida: ese que da sentido profundo a la existencia, que trasciende lo personal y
se convierte en legado. Y en medio del caos, Alicia cumplió su misión con una
dignidad que no se mide en palabras, sino en el silencio de quienes aman sin
condiciones.
El dilema de la justicia
La pipa que explotó bajo el Puente de la Concordia el fatídico día, no era
un vehículo cualquiera. Pertenecía a Transportadora Silza, filial del poderoso
Grupo Tomza. Y no, eso no fue un accidente aislado. Fue el resultado de una
maquinaria empresarial que opera con negligencia sistemática, omisiones
calculadas y una perversidad que se disfraza de legalidad. Silza no contaba con
seguros vigentes —lo confirmó la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente
(ASEA)— y aún así seguía circulando, acumulando siniestros, evadiendo sanciones,
y blindándose con contratos públicos que la protegen del castigo.
Mientras las víctimas se debaten entre la vida y la muerte, la empresa emitió
comunicados. Mientras las familias peregrinaban entre hospitales y sufrían la
incertidumbre por la salud de sus seres queridos, ellos hablaron de pólizas
inexistentes. Mientras los vecinos improvisaban rescates, ellos activaron su
maquinaria de relaciones públicas. ¿Qué clase de entidad transporta muerte y se
protege con papeles vencidos? ¿Qué tipo de empresa sabe lo que puede pasar… y aun
así lo permite?
La ley debería actuar. Las autoridades deberían castigar. Pero ¿quién puede
confiar en una justicia que llega tarde, que se diluye en comunicados, que se
distrae con tecnicismos? ¿Quién puede creer en sanciones cuando el poder económico
compra tiempo, silencio y protección? El dolor no se borra con promesas. La
impunidad no puede ser el destino de quienes destruyen vidas por omisión. Lamentablemente
desde los tiempos del presidencialismo la justicia en nuestro país ha sido
lenta, tímida, y en tiempos más recientes cómplice protectora y cínica. Mientras
tanto, las víctimas de esta y otras tragedias siguen esperando. No por justicia
institucional, sino por algo más profundo. Por memoria. Por verdad. Por
dignidad.
Cuando la
justicia humana falla —cuando se desvanece entre trámites, se diluye en
silencios y omisiones, se pierde entre intereses y negocios— hay otra justicia
que se impone. No depende de jueces, ni de expedientes, ni de abogados. No
necesita testigos ni firmas. Es la justicia divina, la que no se negocia ni se
posterga. Algunos la llaman karma, pero el profesor Arturo Rosales Toledo la
nombraba de otro modo: “penitencia”. Decía que todos, tarde o temprano, pagamos
esa penitencia, porque “son los pendientes que Dios le hará cumplir a cada
quien”. Cada acto, cada omisión, cada mentira, cada maldad queda registrada en
la memoria celestial. No hay archivo que la contenga, ni argumento que la
contradiga. No firma contratos, no se impresiona con personalidades, no se
distrae con comunicados. Y cuando menos se espera, esa penitencia se presenta y
cobra con exactitud lo que se debe.
Si el
profesor Arturo hubiera presenciado esta tragedia, antier, ayer u hoy, habría
dicho con serenidad que ahí se revelaron los signos del tránsito existencial.
Porque en medio del dolor, se manifiesta lo sagrado: el llamado que sacude, la
fortaleza que sostiene, el cierre que recoge, el destino que se impone y la
misión que trasciende. Cada uno de esos signos trae consigo una implicación
profunda. Habiendo un daño que no solo hiere a una persona, sino alcanza a más de 90 personas, a todo
un pueblo, la ley humana debería responder con firmeza. Pero si no lo hace, el
reino espiritual lo hará. Porque toda víctima, todo inocente, todo culpable,
todo responsable y todo cómplice recibirá lo que ha sembrado. Esa justicia
divina no se escribe en papel, sino en conciencia. Y no pesa por venganza, sino
por equilibrio. Y en ese equilibrio, se honra la vida.
Hace ya cuatro décadas, en un
domingo cualquiera de la primavera de 1985 -el año en que tomé la decisión de
estudiar economía- escuché atentamente un relato de mi papá que me asombró.
Comprendí que hay cosas que no se miden en cifras, no se guardan en
expedientes, ni aparecen en los libros de historia, pero sostienen la memoria
de un pueblo, pues evocan las vivencias y testimonios de sus antepasados. Aunque
ninguno de ellos haya sido un héroe, figura pública o activista social, sus
pasos dejaron alguna huella preservándose en pláticas, en sobremesas largas y
con narrativas que no buscan reconocimientos o aplausos.
Sucedió que el sol de la tarde ya
se colaba por el viejo cancel de la sala de nuestra casa en Ciudad Neza. El
aire olía a plantas regadas y patio barrido; dentro se mezclaban los aromas del
mole de olla que mi mamá Gloria cocinaba y el brandy Don Pedro, servido en
cubas de coca cola con limoncito. Mi papá, el profesor Arturo Rosales Toledo
—“el Flaquito”, como lo llamaban sus amigos más cercanos— estaba sentado en su
sillón. En el sofá, su viejo amigo de Cosoltepec el profesor Faustino Reyes —alias “el Boss”
(Jefe)— se había acomodado con la familiaridad de quien solía visitar esa casa.
Su plática, como tantas veces, había comenzado con anécdotas personales y poco
a poco se transformaban en historias.
Al fluir de los tragos, el Boss
hizo una pregunta que parecía sencilla: —Oye, Flaquito… ¿los tezoatecos son más
católicos o liberales? Mi papá sonrió con una expresión que mezclaba sorpresa y
templanza, luego respondió sin dudar: —Claro que somos católicos, pero no de
los que se arrodillan sin pensar. Muchos tezoatecos creen en Dios, pero también
en la libertad. Rara vez hay “santularios” (santurrones); más bien hay devotos…
pero de espíritu liberal ¡Eso pienso yo!
Entonces mi papá aludió a la
placa que está en el atrio del santuario del Señor de la Capilla, allá en
Tezoatlán de Segura y Luna, donde se lee con orgullo: “Tezoatlán, cuna de la
independencia en el estado de Oaxaca. Aquí fue proclamada por el Gral. B.
Antonio De León el 19 de junio de 1821.” Como prueba de lo que decía, explicó a
su amigo Faustino que esa frase no es adorno ni exageración, sino un
reconocimiento de la ayuda de los tezoatecos en la lucha contra los españoles:
—Ahí no hubo batallas ni se dispararon armas, pero fue en Tezoatlán,
concretamente en el ranchito de “Las Peñas” (actualmente una agencia), donde se
declaró la libertad oaxaqueña, confirmando la independencia de México.
Siguió contando con esa
parsimonia muy propia para narrar sus historias, que mucho antes, durante el
sitio de Huajuapan en 1812, mientras la insurgencia dirigida por Valerio
Trujano resistía a los realistas con más fe que armas, en numerosos pueblos
vecinos también había inconformidades, pues varios curitas dominicos
manipulaban a la feligresía obedeciendo las órdenes del gran inquisidor de
México (el Obispo de Antequera Antonio Bergosa y Jordán); sermoneando en sus
púlpitos presionaban a los indígenas de denunciar la sublevación, so pena de
ser ahorcados lentamente y condenados al purgatorio junto con toda la gente del
odiado Cura Morelos. Tezoatlán fue uno de esos pueblos.
Desde Yanhuitlan hasta Tehuacán había destacamentos de
realistas. Aunque las tropas virreynales (del general español José María de
Régules) que rodeaban Huajuapan no estaban situadas de manera continua —pues
había un pelotón por aquí, otro por allá— contaban con numerosos soldados
regados en zonas clave para cerrar los caminos de los huajuapeños, realizando
tareas de vigilancia, tiro e impidiendo la llegada de cualquier tipo de ayuda.
Así confiaban los españoles en que, más tarde o temprano, se quebraría la
resistencia.
Mi papá tomó un trago de su cuba y siguió relatando con
inspiración: —Esto que te voy a platicar Faustino, nunca lo vas a encontrar en
los partes militares, ni en los libros de historia, pero los arrieros: los
López, los Vázquez de Silacayoapam, los Santiago, los Rosales que descienden
del tatarabuelo de mi papá Abdón, y otros más, eran gente leal simpatizantes de
Trujano. No por la política ni las proclamas, sino porque Trujano también fue
arriero desde muchito (niño).
Toda esta gente humilde, de firme andanza y mirada aguda,
curtida por el sol, el polvo y la lluvia, conocía cada sendero, río, barranca y
cueva entre los matorrales, atestiguó de primera mano que el rumor era cierto:
“los huajuapeños estaban encerrados a merced de los gachupines”, por eso los
caminos que recorrían pasando por la capital Mixteca ya eran intransitables, en
vez de mercadería circulaban los rumores o la desinformación, en los retenes el
silencio era más valioso que un real de plata, e infundía más alarma ver un
realista que un bandolero. Quizás por ello las tropas creían tener el control
total del sitio, pero los arrieros de aquellos años se movían entre los cerros
como sombras. No llevaban armas, pero sí tenían mucho ojo y oído para ver,
escuchar e informar.
Debido a la penosa situación que
vivía Huajuapan, un par de meses antes de la célebre hazaña del Indio de Nuyoo
(José Remigio Sarabia Rojas), Trujano se vio obligado a buscar la ayuda de un
cura insurrecto que mantenía tropas apostadas cerca de Texcala, en la región de
Tehuacán, Puebla. Este cura (José María Sánchez) recibió el mensaje, reunió a
sus hombres, cargó provisiones, pólvora y armamento, e inició la marcha hacia
Huajuapan. Lamentablemente, en el trayecto fue emboscado por un pelotón de
feroces soldados costeños al servicio de los gachupines, que exterminaron a
casi todos. Quedó claro que no bastaban los mensajes ni las intenciones: se
necesitaban tareas de estrategia para saber dónde estaban, cuántos eran y qué
hacían los realistas. Desde entonces, la ayuda de los arrieros se volvió
indispensable.
Cuando el Indio de Nuyoo logró
entregar su mensaje a Morelos y este inició su avanzada desde Chilapa
(Guerrero), en cada etapa de su marcha hacia la capital Mixteca no solo fue
sumando más insurrectos, sino también iba recibiendo informes sobre la
ubicación de los realistas, los caminos controlados, el número de soldados, los
cañones que movían, etc. El avance insurgente se detuvo en el pueblo de Chila
de las Flores por la necesidad de elaborar un plan de combate. que finalmente
fue triunfal pues los vigías confirmaron los informes que los arrieros habían
dado anticipadamente: los realistas estaban apostados desde Santa Teresa y la
ribera del Río Mixteco, el Yucunitza, el Cerro de las Minas, el Calvario, el
Panteón municipal y hasta los rumbos que llevaban hacia la Costa (Xochistlapilco)
y Oaxaca (el Chacuaco).
El Cura Morelos pudo organizar un
ataque con precisión. Para romper el sitio de Huajuapan no marchó a ciegas,
sino que dividió sus tropas en cuatro fuerzas: Miguel Bravo encabezando la que
rompería el cerco por el lado del panteón municipal; Hermenegildo Galeana al
mando de la caballería que llegaría por el Cerro de las Minas; Vicente Guerrero
atacando en Santa Teresa y la ribera del Río Mixteco; y finalmente, una tropa en
su mayoría conformada por indígenas mixtecos, bajo las órdenes del propio
Morelos, que se posicionaría en la retaguardia para combatir en los frentes que se estaban debilitando.
Los realistas, enterados con
antelación de la llegada de Morelos, lanzaron el 23 de julio un vasto ataque
contra Trujano, tratando de quebrar definitivamente su resistencia. Confiaban
en su superioridad de armas y en el desgaste de los sitiados, pero fueron
sorprendidos por el plan de Morelos. Las fuerzas insurgentes llegaron por todos
lados y los envolvieron bajo fuego, provocándoles miedo y caos. Se supo que el
general español confesó a sus hombres que todo estaba perdido y era mejor
retirarse. Sin otra posibilidad de defensa, huyó hacia Yanhuitlán, abandonando
no solo armas y provisiones, sino también a su propia gente. El sitio terminó
con una desesperada retirada de los realistas, sellando la victoria insurgente.
Ese triunfo fue celebrado por los sitiados, los jefes insurgentes y,
especialmente, por arrieros e indígenas —mixtecos y tezoatecos— que dieron
batalla en la medida de sus posibilidades, convencidos de luchar por la
libertad con el favor divino.
Mi papá se quedó mirando su vaso,
como si ahí flotara el recuerdo, y concluyó con tono pausado: —Mira, Faustino…
los tezoatecos no traían fusil ni uniforme, pero sí traían coraje y no se
rajaron. Se metieron por los cerros, llevaron mensajes, dieron informes, le
entraron a los trancazos… y todo sin esperar ni una medalla ¡Eso no se olvida,
aunque nadie lo escriba!
Esa tarde, mientras el sol se
apagaba sobre Ciudad Neza cediendo su luz a los focos de la casa y el brandy se
evaporaba del último sorbo de los vasos de cuba, la admiración del Boss fue más
elocuente que cualquier otra explicación. Con su mirada atenta asintió a todo
lo que relató mi papá, aceptando que hubo héroes que no aparecen en los libros
ni tienen homenajes, pero sus manos verdaderamente construyeron la patria sin
pedir aplausos y su obra quedó plasmada en la memoria del pueblo.
Este viernes 15 de agosto de 2025, el calendario nos
devuelve a una fecha que vibra en la memoria de los que somos admiradores del rock. Pues fue un
viernes de 1969 cuando la parcela de una granja neoyorkina se convirtió en el escenario de algo más que
un festival: Woodstock. Ahí creo que definitivamente surgió el rock contemporáneo, porque ya no era música solo para bailar, ni para escandalizar la moral de los adultos de esa lejana década, sino surgió como una forma de protestar por las barbaridades del mundo, de compartir ideales, de resistir y de soñar.
No soy un profesional, musicólogo, ni periodista, simplemente soy un aficionado al rock que ha encontrado en sus acordes, sus letras y sus cantantes una
forma de sentir la vida. Y hoy, con esta fecha en la mente, me di a la tarea de pensar
en los momentos que, desde mi punto de vista, marcaron la transformación del
género, pues el rock dejó de ser la música de los “rebeldes sin causa” y se
convirtió en un sonido de múltiples expresiones y evocaciones de la memoria.
Creo que hay tres momentos clave que dibujan el mapa
emocional del rock. El primero es su nacimiento como rock and roll en los años
cincuenta, entonces fue un ritmo frenético, de la juventud desbordada, era una chispa de
rebeldía que encendió todo y abrió el espacio a eso que después se llamó la contracultura. El segundo fue Woodstock, donde el rock se volvió
conciencia, comunión, espejo de una generación que buscaba algo más. Y el
tercero fue el resurgimiento del rockabilly, que con su estética cuidada y su
aire nostálgico, honra los orígenes sin perder frescura pero desligado de alguna tendencia psicosocial.
No pretendo hacer historia ni dar lecciones a nadie. En esta publicación solo
quiero compartir videos representativos del rock y expresar lo que pienso como aficionado, como alguien que ha vibrado con
los riffs y acordes, o con cada rola. Porque el rock, aunque se ha fragmentado en estilos
diversos—heavy, tecno, psicodelia, punk, glam, grunge, indie, etc.— dibujan el
mapa emocional de un género que nunca ha dejado de latir desde que nació.
Atentamente M.M. Perseo Rosales Reyes Agosto de 2025
I. El surgimiento del rock & roll: juventud y rebeldía
A mediados de los años cincuenta, Estados Unidos vivía una
aparente calma tras la Segunda Guerra Mundial. Pero en ese ambiente, una nueva
generación comenzaba a sacudirse las normas y convenciones impuestas por sus
padres. Chuck Berry, un joven afroamericano de St. Louis, canalizaba sus
inquietudes personales—la discriminación racial, la frustración social y el deseo
de independencia—realizando un estilo musical que rompía moldes. En 1955 se dio
a conocer con “Maybellene”, una adaptación del tema country “Ida Red”, que
fusionaba el ritmo del rhythm & blues utilizando una guitarra eléctrica
punzante y letras que hablaban de autos, chicas y deseos juveniles. Chuck
Berry, influenciado por el blues de T-Bone Walker y el country que escuchaba en
la radio, creó un lenguaje sonoro completamente nuevo: riffs vibrantes, letras
que capturaban la vida adolescente y una presencia escénica electrizante.
Esa nueva música hablaba de velocidad, rebeldía y
libertad, conectando con una juventud que comenzaba a cuestionar los valores y
conductas tradicionales. Canciones como “Roll Over Beethoven”, “Johnny B.
Goode” y “Rock and Roll Music” no solo definieron el sonido del rock &
roll, sino también su actitud. Pero Chuck Berry también vivía en tensión con el
sistema. En 1959 fue arrestado por violar leyes que prohibían transportar a una
menor. Aunque el caso estuvo marcado por prejuicios raciales y ambigüedades
legales, Chuck Berry fue condenado a un año y medio en prisión. Esta
experiencia lejos de silenciarlo reafirmó su impulso creativo: el deseo de
romper barreras, de hablarle directamente a los jóvenes, de sacudir los
convencionalismos impuestos por una sociedad conservadora. Fue, sin duda, el autor
del lenguaje sonoro que daría forma al rock.
Chuck Berry no estaba solo. Su estilo musical se expandió
con los aportes de varios talentos. Little Richard, con su voz explosiva y su
piano frenético, gritaba “Tutti Frutti”, mientras Elvis Presley grababa
“Heartbreak Hotel”, convirtiéndose en el ídolo de una juventud que lo veía como una mezcla de sensualidad, rebeldía y estilo. Jerry Lee Lewis, con
“Great Balls of Fire”, incendiaba los escenarios con su energía desbordante.
Bill Haley & His Comets se convirtieron en los primeros rockstar ocupando
el número dos del Billboard con “Rock Around the Clock”, marcando el primer
gran hit comercial del género.
Durante esta etapa, otros artistas como Roy Orbison (“Oh,
Pretty Woman”), The Beach Boys (“I Get Around”), The Kinks (“You Really Got
Me”) y The Animals (“The House of the Rising Sun”) también dominaron las
listas, consolidando el rock & roll como un fenómeno masivo.
El sonido del rock & roll en su etapa inicial era crudo,
directo y contagioso. Las guitarras eléctricas marcaban riffs simples pero
inolvidables, acompañadas por contrabajos tocados con slap, baterías de ritmo
acelerado y pianos que estallaban en cada compás. Las voces eran viscerales,
llenas de gritos, gemidos y carcajadas, como si cada interpretación celebrara
el cuerpo y la libertad. No había ornamentos: solo ritmo, actitud y una moda
tan provocadora como su sonido. Los jóvenes adoptaron un estilo que desafiaba
la formalidad de sus padres: chaquetas oscuras de cuero, jeans ajustados, camisetas
blancas y botas de motociclista. Elvis Presley popularizó los pantalones
entallados, las camisas semiabiertas y los peinados con brillantina que rompían con
la estética conservadora. Little Richard, por su parte, rompía esquemas con
trajes brillantes, maquillaje llamativo y peinados altos, fusionando
teatralidad con irreverencia. Las chicas también se sumaron al cambio: faldas
en línea A con tobilleras, blusas ceñidas, chaquetas de mezclilla y peinados
voluminosos con cintas o pañuelos. El rock & roll no solo se escuchaba, se
vestía. Cada prenda era una declaración de independencia, una forma de decir
“no” al conformismo.
A mediados de los años sesenta, este espíritu rebelde cruzó
el Atlántico y se -reinventó en la llamada Invasión Británica. Grupos
como The Beatles, The Rolling Stones, The Kinks y The Who tomaron
la esencia del rock & roll estadounidense y la transformaron en un fenómeno
global. Influenciados por el blues, el rhythm & blues y el beat, estos
artistas británicos aportaron sofisticación melódica, letras más introspectivas
y una estética que combinaba elegancia con irreverencia. The Beatles, con su carisma
y armonías vocales, conquistaron Estados Unidos presentándose en The Ed
Sullivan Show en 1964 con su canción "I Want to Hold Your Hand", y con ello marcaron el inicio de una memorable era. The Rolling
Stones, más crudos y provocadores, canalizaron la energía del rock en himnos
como “Satisfaction (I Can’t Get No)”. The Kinks, con un estilo cortante y
letras urbanas, y The Who, con su teatralidad explosiva, ampliaron los límites
del género. Esta ola británica no solo revolucionó el rock & roll, sino que
lo internacionalizó en una decada intensa (1965-1975), convirtiéndolo en un lenguaje común para la juventud del
mundo entero.
Pero como toda revolución, el rock & roll no se detuvo
en su primer estallido. A medida que el mundo cambiaba rápidamente, también lo
hacía su sonido. La juventud que bailaba frenéticamente en los años cincuenta
transformó su percepción, creando una conciencia que cuestionaba guerras,
sistemas y valores. Así, el rock se transformó en algo más profundo, más
complejo: una música para pensar, para resistir, para sanar.
II. Woodstock y la transformación del rock: protesta y psicodelia
Los festivales fueron, sin duda, el escenario donde la
comunión musical del rock se transformó en catarsis colectiva. El Monterey
Pop Festival, celebrado en junio de 1967 en California, fue pionero en
reunir a artistas como Jimi Hendrix, Janis Joplin, The Who y Otis Redding, en
un evento que combinó música, caridad y espíritu experimental. También el Festival
de la Isla de Wight, en el Reino Unido, comenzó a gestarse desde 1968 como
un espacio de encuentro entre el rock emergente y las multitudes europeas.
Estos eventos demostraron que el rock podía trascender el formato de concierto
para convertirse en un ritual masivo, preludiando lo que sería Woodstock: una
explosión cultural sin precedentes.
El 15 de agosto de 1969, una granja en Bethel, Nueva York,
se convirtió en el epicentro de una revolución cultural. Más de 400,000 jóvenes
se congregaron para presenciar el Festival de Woodstock, un evento que comenzó
como una celebración musical y terminó como un manifiesto generacional. El
primer día empezó con Richie Havens, quien improvisó el himno “Freedom” ante la
demora de otros artistas, marcando el tono espiritual y urgente del festival.
Le siguieron actos de folk como Sweetwater, Bert Sommer, Tim Hardin y Ravi
Shankar, cuya interpretación bajo la lluvia añadió una dimensión
mística.
El segundo día, el sábado 16 de agosto trajo el poder del rock con la
explosiva presentación de Santana, un joven guitarrista mexicano
que aún no había publicado ni siquiera un disco de 45 rpm, pero su estilo musical hipnotizó a la asistencia por una fusión de rock, jazz y ritmos latinos. Su
interpretación de “Soul Sacrifice” fue un climax del festival, con
percusiones frenéticas, solos de guitarra cargados de espiritualidad y una
energía que parecía canalizar el pulso colectivo de medio millón de seres. Ese
día también se presentaron Janis Joplin, Creedence Clearwater Revival, The Who
y Jefferson Airplane, quienes tocaron hasta el amanecer del domingo.
El tercer día, el 17 de agosto, culminó con la presentación
de Crosby, Stills, Nash & Young, y finalmente, Jimi Hendrix cerró el
festival el lunes por la mañana con una versión distorsionada y pausada del himno estadounidense. Su interpretación, cargada de feedback y
disonancia, se convirtió en un grito eléctrico contra la guerra de Vietnam y en
el símbolo sonoro de una generación que buscaba paz, conciencia y
transformación. Toda su actuación en Woodstock, acompañado por su banda improvisada
Gypsy Sun and Rainbows, fue una mezcla de blues, psicodelia y protesta sonora.
Con su guitarra, Hendrix imitó el estruendo de bombas, sirenas y disparos,
convirtiendo el “Star-Spangled Banner” en una obra de arte política. Fue el
momento en que el rock dejó de ser solo música y se convirtió en un lenguaje
simbólico, capaz de narrar el dolor colectivo y proyectar la esperanza de
transformación.
Particularmente la ropa en Woodstock fue una explosión de
libertad, espiritualidad y contracultura. Los jóvenes se liberaron de las
estructuras rígidas favoreciendo el uso de túnicas, pantalones acampanados,
blusas bordadas, ponchos, collares de cuentas, cintas en la cabeza y pies
descalzos o con sandalias. Cada prenda hablaba de paz, de conexión con la
tierra, de rechazo al sistema. Los colores eran vibrantes, los estampados
psicodélicos, y los materiales naturales: algodón, lino, cuero sin tratar. Carlos
Santana vestía con camisas sueltas y pantalones blancos, mientras Janis Joplin
combinaba plumas, gafas redondas y collares múltiples. Jimi Hendrix, con sus
chaquetas militares, pañuelos y pantalones de terciopelo, encarnaba la fusión
entre protesta y teatralidad. Entonces la moda era ritual: cada atuendo en el escenario era una
declaración política, espiritual o estética. El rock se vestía con libertad,
con introspección, con deseo de transformación. La indumentaria no era
accesorio, sino manifiesto. En Woodstock, cada cuerpo era lienzo, cada prenda
una consigna, cada color una emoción compartida. Toda esa estética hippie no solo
acompañaba la música: la amplificaba, la encarnaba, la volvía visible.
Por todo lo anterior, Woodstock no solo fue el clímax de una
década convulsa, sino también el punto de inflexión que separó definitivamente
al rock & roll de sus raíces bailables y juveniles. El evento mostró que el
rock podía ser espiritual como Santana, visceral como Janis Joplin, teatral
como The Who, filosófico como Crosby, Stills, Nash & Young, y profundamente
visionario como Jimi Hendrix. A partir de este festival, el rock adquirió una
identidad propia: más introspectiva, más experimental, más comprometida con las
causas sociales.
Este giro también se reflejó en el surgimiento de las óperas
rock que llevaron el género a territorios narrativos y escénicos más
ambiciosos. En 1969, The Who estrenó "Tommy", una obra conceptual
sobre un niño traumatizado que se convierte en líder espiritual, combinando
rock, teatro y crítica social. En 1970, "Jesus Christ Superstar", de
Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, reimaginó la pasión de Cristo desde una
perspectiva contemporánea, con guitarras eléctricas y coros que mezclaban lo
sacro con lo rebelde. Y en 1979, Pink Floyd lanzó "The Wall", una
introspección sobre el aislamiento, la guerra y la alienación, que se convirtió
en una de las obras más influyentes del rock progresivo. Estas óperas rock
mostraron que el género podía contar historias complejas, explorar emociones
profundas y dialogar con el teatro, la política y la filosofía, por eso, lo que
antes era solo un ritmo para bailar se transformó en música para pensar, para
sentir, para protestar.
Desde entonces, el rock dejó de ser solo un entretenimiento
juvenil y se convirtió en una forma de arte que podía narrar el mundo,
denunciarlo o reinventarlo. El sonido que emergió en Woodstock—con sus
guitarras eléctricas como grito, sus voces como manifiesto y sus escenarios
como ritual—es el que predomina hasta hoy en las múltiples variantes del rock
contemporáneo, que representan una
constelación de estilos. El heavy metal, con bandas como Black Sabbath,
Metallica y Iron Maiden, llevó la distorsión y la potencia a niveles extremos.
El rock sinfónico, representado por grupos como Pink Floyd y Yes, incorporó
arreglos orquestales y estructuras complejas. El tecno-rock y el synth-pop, con
artistas como Depeche Mode y New Order, fusionaron guitarras con
sintetizadores. También surgieron el punk (The Ramones, Sex Pistols), el grunge
(Nirvana, Pearl Jam), el indie (Radiohead, Arctic Monkeys) y el rock
alternativo (Red Hot Chili Peppers, Muse). Cada estilo conserva el espíritu del
rock: la búsqueda de identidad, la crítica social y la energía transformadora.
III. El regreso del rock & roll: nostalgia y
estilo
Mientras el rock evolucionaba en múltiples direcciones hubo una
corriente nostálgica que seguía mirando hacia el pasado. En los años setenta,
el movimiento rockabilly resurgió como un homenaje al espíritu original del
rock & roll. No era solo una moda pasajera, sino una reivindicación
emocional de los orígenes. Había fans de todas las edades, pero predominaban
especialmente aquellos que habían crecido con Elvis Presley, Little Richard y
Chuck Berry. Comenzaron a reunirse en clubes, festivales y producciones
teatrales que celebraban la estética de los años cincuenta, como si quisieran
detener el tiempo en una época donde el ritmo era rebelde, pero aún ingenuo.
Elvis Presley, aunque físicamente decadente por los años,
seguía siendo el Rey. Su regreso en 1968 con el “Comeback Special” y su
presencia magnética en Las Vegas durante los años setenta lo reafirmaron como
un ícono eterno. Jerry Lee Lewis también volvió a los escenarios, con una
mezcla de rock y country que mantenía viva la llama del piano incendiario y la
actitud desafiante. El revival no solo recuperaba sonidos: recuperaba gestos,
miradas, formas de estar en el mundo.
En 1971, el musical Grease debutó en Chicago, y su
adaptación cinematográfica de 1978, protagonizada por John Travolta y Olivia
Newton-John, se convirtió en un fenómeno global. Grease no solo contaba
una historia de amor adolescente: era una carta de amor al rock & roll, a
los peinados altos, a los autos brillantes y a los bailes en los diners y cafeterías.
La película capturó el espíritu de una generación que, aunque ya adulta, seguía
bailando al ritmo de sus recuerdos.
El rockabilly trajo consigo una estética nostálgica,
cuidadosamente estilizada. Los hombres retomaron los peinados pompadour, las
chaquetas de cuero, los jeans de corte recto y las botas tipo creepers. Las
camisas con estampados retro, los pantalones de tiro alto y los lentes oscuros
evocaban los años dorados del rock & roll, donde cada prenda era una
declaración de actitud. Las mujeres lucían faldas circulares con crinolinas,
vestidos entallados con estampados de lunares, complementados con tobilleras o
tobimedias, sus labios rojos impecables y peinados altos con ondas marcadas.
Era una estética que combinaba coquetería con fuerza, glamour con autonomía. En
cada festival, club o escenario, la moda rockabilly se convirtió en una
celebración visual del pasado. No era solo una copia: era una reinterpretación
afectiva, una forma de rendir homenaje al espíritu original del rock & roll.
Entonces, este tercer momento no fue una simple repetición,
sino una revalorización donde el rock & roll reclamaba su lugar como forma
de expresión, de identidad, de pertenencia, en la memoria de muchos, negándose
a desaparecer en un mundo que cambiaba rápidamente. La estética y el sonido se
entrelazaban para resistir el olvido, para recordar que el origen del rock no
solo fue musical, sino también visual, emocional y profundamente humano.
Finalmente
El rock & roll no solo es un género musical, es una
pulsación cultural que atraviesa generaciones, cuerpos e imaginarios. Su
origen, en los márgenes sonoros del rhythm & blues y el country, fue una
chispa que encendió una revolución estética y emocional. Desde los primeros
compases de Chuck Berry y los alaridos de Little Richard, el rock se convirtió
en un lenguaje visceral, capaz de nombrar lo innombrable, de canalizar el
deseo, la rabia, la euforia y la melancolía de una juventud que buscaba romper
con los moldes heredados.
A lo largo de las décadas, el rock se transformó en ritual
colectivo. En escenarios como Woodstock, se fundió con la tierra, el cuerpo y
el espíritu, revelando su capacidad de convocar multitudes en torno a una
experiencia sonora que era también política, espiritual y estética. Las
guitarras eléctricas se volvieron armas simbólicas; los atuendos, manifiestos
visuales; los gestos, coreografías de resistencia. Cada estilo—del glam al
punk, del grunge al indie—aportó nuevas capas de significado, nuevas texturas
emocionales, nuevas formas de habitar el mundo.
Hoy, el rock conserva una esencia: la búsqueda de
autenticidad, la necesidad de expresión, el impulso de libertad. En sus acordes
hay historia, pero también futuro. En sus letras hay protesta, pero también
poesía. En su estética hay recuerdo, pero sobre todo memoria. En los siguientes videodocumentales se relata y se muestra algo del metraje de imágenes de todo aquello que rodeo al festival de Woodstock, el evento que definitvamente transformó al rock en un a experiencia total, y donde la identidad se construyó por entre las letras de las canciones, las voces, los acordes, los bailes y las expresiones de los asistentes.
Woodstock 1969
Woodstock, tres días que marcaron una generación (Parte I)