del Profr. Arturo Rosales Toledo


noviembre 29, 2024

Alguna vez, en aquel entrañable pueblo de Tezoatlán de Segura y Luna, Oaxaca, enclavado en la meseta de un cerro de la Mixteca oaxaqueña, bajo un cielo claro, azulado, rodeado por las montañas del Nudo mixteco y de los ríos Salado, Santa Catarina y San Martín, cuyo pintoresco paisaje estaba adornado con mezquites, sabinos, guajes, cazahuates, carrizales y cactus, que bien pudo haber plasmado en un lienzo el afamado pintor del paisajismo mexicano: José María Velasco; ahí sucedió que, Arturito el niño primogénito de Tío Abdón y Tía Josefa, que cada mañana se despertaba con el canto del gallo lleno de ánimo y curiosidad, se emocionó desde la madrugada porque iría muy tempranito con su papá al barbecho de sus tierras de cultivo. 

—Hijo ¿Mañana me acompañas al campo a remover la tierra… qué dices?  

—¡Claro que sí, papá!

—Entonces, vete a dormir para poder madrugar.

Al día siguiente agarraron camino al campo yendo hacía el rumbo de “El Naranjo”, donde Tío Abdón había rentado unas tierras para sembrar algo de caña de azúcar que pudiera vender en la temporada navideña. 

Cuando llegaron al lugar, el cielo apenas empezaba a pintarse de naranja y Tío Abdón comenzó a trabajar, dándole el encargo a su hijo Arturito de ir recogiendo y amontonando la hierba y hojarasca removida. Con sus pequeñas manos el niño se esmeraba en ayudar al papá sintiendo como el fresco de la mañana se esfumaba por su esfuerzo físico, pero también por el calorcito del sol, cuyos rayos iluminaban de frente su infantil rostro.

Pero ahí empezó lo bueno, Arturito levantó la vista y a lo lejos vio algo que lo inquieto, contra la luz del sol que ya había salido completamente notó una figura oscura y delgada avanzando lentamente por el polvoriento camino. Era como si un ente hubiera salido de la neblina del amanecer perfilando débilmente su contorno. Con el corazón palpitándole de inquietud y un poco de miedo, se volteó hacia su papá y le dijo:

—¡Papá, alguien viene!

Su papá concentrado en la labor del campo solo murmuró algo prestándole muy poca atención. Arturito no podía quitarle la vista a esa figura que poco a poco se hacía más clara y más grande. Con cada paso que daba algo parecía resonar más fuerte en su pecho. Hasta que pudo distinguir que se trataba de una persona anciana, delgada, de un aspecto corrioso, cargando una gran bolsa que parecía contener algo pequeño, pero voluminoso. La manera lenta y parsimoniosa de su andar lo hacía más misterioso, e incrementaba las malas sensaciones del niño. 

Arturito volvió a alertar a su papá con un tono de voz más ansioso :

—¡Papá, ahí viene un viejo...!

—Sí, ¡estate tranquilo! —respondió su papá sin dejar de trabajar.

Sin embargo, Arturito no podía quitarse de la cabeza las palabras de su mamá, que en las noches lo mandaba a la cama diciéndole:

—Es hora de dormir, tus ojos debes cerrar, sino el viejo del costal te vendrá a llevar.

Estas palabras sonaban más intensamente en la mente del niño en cada paso de esa misteriosa figura acercándose hacia ellos, entonces, imaginaba que esa bolsa realmente era el costal con un niño desobediente encerrado adentro, que ya se lo llevaba por no querer dormir en la noche anterior. 

La figura ya estaba muy cercana y Arturito pudo distinguir un rostro arrugado pero expresivo, con una notable barba blanca. Vestía con un sombrero amarillento, una camisa arremangada de franela, un pantalón de sarga negra y huaraches. Ya que los rayos del sol acentuaban las sombras en esa figura, dándole una apariencia aún más enigmática, el niño sintió que el miedo se le subió hasta las orejas y volvió a decir:

—Papá, papá… ya viene el viejo...

—Sí, ¿y qué quiere? —respondió su papá, aún sin comprender la gran inquietud del niño.

De repente, la figura ya estaba justo enfrente de Arturito, levantó el brazo en un gesto que parecía amenazante a los ojos del niño. Arturito aterrorizado, convencido de que era su fin, gritó:

—¡Papá... ya me va a llevar...!

Alertado por el grito de su hijo Tío Abdón dejó lo que estaba haciendo y volteó rápidamente. Ahí estaba un señor de pie, apoyando una mano en la cabecita de Arturito, entonces ese viejo habló con una voz grave, pero familiar y llena de cariño: 

—¡Qué re gran pario Dón! ¿Qué le pasa a mi nieto?

¡Era su abuelitoo Juan Toledo! Venía de su trabajo en el rastro y traía una bolsa con cortes de carne para la familia de su querido yerno Abdón y su amada hija Josefa. El niño aliviado y avergonzado corrió a abrazar a su papá que reía por el malentendido. Desde ese día, Arturito ya no le tuvo miedo al "viejo del costal", sabiendo que solo sería alguien como su querido abuelo trayendo provisiones de carne para la familia. 

Al pasar el tiempo, el abuelo Juan enseño a Arturo su trabajo en el rastro, le enseño el placer de degustar cocinando una buena carne y ambos disfrutaron de muchas convivencias más, compartiendo variados momentos y fortaleciendo su lazo familiar. 

Con el pasar de los años Arturo recordaba con risas el momento, ya siendo profesor contaba la historia a sus alumnitos y siempre les decía:  

—A veces los miedos no son más que malentendidos o malas visiones. Por eso es necesario tener calma para que se aclaren las cosas. 

A la familia en particular le recomendaba mantener la tranquilidad y buscar calmados la verdad, porque las malas visiones, el miedo y la ignorancia nos pueden llevar a cometer errores. La clave está en confiar en quienes nos rodean, en hablar con ellos y, buscar o dar apoyo. 

Así, el Profesor Arturo enseñaba no solo con palabras, sino con sus vivencias llenas de aprendizajes y de la magia de su propia infancia.







1 comentario:

  1. Anónimo11/29/2024

    El abuelo Juan Toledo para papá fue una persona de quien aprendió mucho y quien influyó para que papá fuera aficionado a degustar en todo momento un suculento trozo de carne en algún guiso tradicional del pueblo, ya sea en el tradicional mole de vaca, un delicioso chileajo o simplemente una buena cecina.

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