del Profr. Arturo Rosales Toledo

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septiembre 01, 2025

 


Hace ya cuatro décadas, en un domingo cualquiera de la primavera de 1985 -el año en que tomé la decisión de estudiar economía- escuché atentamente un relato de mi papá que me asombró. Comprendí que hay cosas que no se miden en cifras, no se guardan en expedientes, ni aparecen en los libros de historia, pero sostienen la memoria de un pueblo, pues evocan las vivencias y testimonios de sus antepasados. Aunque ninguno de ellos haya sido un héroe, figura pública o activista social, sus pasos dejaron alguna huella preservándose en pláticas, en sobremesas largas y con narrativas que no buscan reconocimientos o aplausos.


Sucedió que el sol de la tarde ya se colaba por el viejo cancel de la sala de nuestra casa en Ciudad Neza. El aire olía a plantas regadas y patio barrido; dentro se mezclaban los aromas del mole de olla que mi mamá Gloria cocinaba y el brandy Don Pedro, servido en cubas de coca cola con limoncito. Mi papá, el profesor Arturo Rosales Toledo —“el Flaquito”, como lo llamaban sus amigos más cercanos— estaba sentado en su sillón. En el sofá, su viejo amigo de Cosoltepec el profesor Faustino Reyes —alias “el Boss” (Jefe)— se había acomodado con la familiaridad de quien solía visitar esa casa. Su plática, como tantas veces, había comenzado con anécdotas personales y poco a poco se transformaban en historias.




Al fluir de los tragos, el Boss hizo una pregunta que parecía sencilla: —Oye, Flaquito… ¿los tezoatecos son más católicos o liberales? Mi papá sonrió con una expresión que mezclaba sorpresa y templanza, luego respondió sin dudar: —Claro que somos católicos, pero no de los que se arrodillan sin pensar. Muchos tezoatecos creen en Dios, pero también en la libertad. Rara vez hay “santularios” (santurrones); más bien hay devotos… pero de espíritu liberal ¡Eso pienso yo!


Entonces mi papá aludió a la placa que está en el atrio del santuario del Señor de la Capilla, allá en Tezoatlán de Segura y Luna, donde se lee con orgullo: “Tezoatlán, cuna de la independencia en el estado de Oaxaca. Aquí fue proclamada por el Gral. B. Antonio De León el 19 de junio de 1821.” Como prueba de lo que decía, explicó a su amigo Faustino que esa frase no es adorno ni exageración, sino un reconocimiento de la ayuda de los tezoatecos en la lucha contra los españoles: —Ahí no hubo batallas ni se dispararon armas, pero fue en Tezoatlán, concretamente en el ranchito de “Las Peñas” (actualmente una agencia), donde se declaró la libertad oaxaqueña, confirmando la independencia de México.





Siguió contando con esa parsimonia muy propia para narrar sus historias, que mucho antes, durante el sitio de Huajuapan en 1812, mientras la insurgencia dirigida por Valerio Trujano resistía a los realistas con más fe que armas, en numerosos pueblos vecinos también había inconformidades, pues varios curitas dominicos manipulaban a la feligresía obedeciendo las órdenes del gran inquisidor de México (el Obispo de Antequera Antonio Bergosa y Jordán); sermoneando en sus púlpitos presionaban a los indígenas de denunciar la sublevación, so pena de ser ahorcados lentamente y condenados al purgatorio junto con toda la gente del odiado Cura Morelos. Tezoatlán fue uno de esos pueblos.



Desde Yanhuitlan hasta Tehuacán había destacamentos de realistas. Aunque las tropas virreynales (del general español José María de Régules) que rodeaban Huajuapan no estaban situadas de manera continua —pues había un pelotón por aquí, otro por allá— contaban con numerosos soldados regados en zonas clave para cerrar los caminos de los huajuapeños, realizando tareas de vigilancia, tiro e impidiendo la llegada de cualquier tipo de ayuda. Así confiaban los españoles en que, más tarde o temprano, se quebraría la resistencia.


Mi papá tomó un trago de su cuba y siguió relatando con inspiración: —Esto que te voy a platicar Faustino, nunca lo vas a encontrar en los partes militares, ni en los libros de historia, pero los arrieros: los López, los Vázquez de Silacayoapam, los Santiago, los Rosales que descienden del tatarabuelo de mi papá Abdón, y otros más, eran gente leal simpatizantes de Trujano. No por la política ni las proclamas, sino porque Trujano también fue arriero desde muchito (niño).


Toda esta gente humilde, de firme andanza y mirada aguda, curtida por el sol, el polvo y la lluvia, conocía cada sendero, río, barranca y cueva entre los matorrales, atestiguó de primera mano que el rumor era cierto: “los huajuapeños estaban encerrados a merced de los gachupines”, por eso los caminos que recorrían pasando por la capital Mixteca ya eran intransitables, en vez de mercadería circulaban los rumores o la desinformación, en los retenes el silencio era más valioso que un real de plata, e infundía más alarma ver un realista que un bandolero. Quizás por ello las tropas creían tener el control total del sitio, pero los arrieros de aquellos años se movían entre los cerros como sombras. No llevaban armas, pero sí tenían mucho ojo y oído para ver, escuchar e informar.



Debido a la penosa situación que vivía Huajuapan, un par de meses antes de la célebre hazaña del Indio de Nuyoo (José Remigio Sarabia Rojas), Trujano se vio obligado a buscar la ayuda de un cura insurrecto que mantenía tropas apostadas cerca de Texcala, en la región de Tehuacán, Puebla. Este cura (José María Sánchez) recibió el mensaje, reunió a sus hombres, cargó provisiones, pólvora y armamento, e inició la marcha hacia Huajuapan. Lamentablemente, en el trayecto fue emboscado por un pelotón de feroces soldados costeños al servicio de los gachupines, que exterminaron a casi todos. Quedó claro que no bastaban los mensajes ni las intenciones: se necesitaban tareas de estrategia para saber dónde estaban, cuántos eran y qué hacían los realistas. Desde entonces, la ayuda de los arrieros se volvió indispensable.


Cuando el Indio de Nuyoo logró entregar su mensaje a Morelos y este inició su avanzada desde Chilapa (Guerrero), en cada etapa de su marcha hacia la capital Mixteca no solo fue sumando más insurrectos, sino también iba recibiendo informes sobre la ubicación de los realistas, los caminos controlados, el número de soldados, los cañones que movían, etc. El avance insurgente se detuvo en el pueblo de Chila de las Flores por la necesidad de elaborar un plan de combate. que finalmente fue triunfal pues los vigías confirmaron los informes que los arrieros habían dado anticipadamente: los realistas estaban apostados desde Santa Teresa y la ribera del Río Mixteco, el Yucunitza, el Cerro de las Minas, el Calvario, el Panteón municipal y hasta los rumbos que llevaban hacia la Costa (Xochistlapilco) y Oaxaca (el Chacuaco).


El Cura Morelos pudo organizar un ataque con precisión. Para romper el sitio de Huajuapan no marchó a ciegas, sino que dividió sus tropas en cuatro fuerzas: Miguel Bravo encabezando la que rompería el cerco por el lado del panteón municipal; Hermenegildo Galeana al mando de la caballería que llegaría por el Cerro de las Minas; Vicente Guerrero atacando en Santa Teresa y la ribera del Río Mixteco; y finalmente, una tropa en su mayoría conformada por indígenas mixtecos, bajo las órdenes del propio Morelos, que se posicionaría en la retaguardia para combatir en los frentes que se estaban debilitando.

Los realistas, enterados con antelación de la llegada de Morelos, lanzaron el 23 de julio un vasto ataque contra Trujano, tratando de quebrar definitivamente su resistencia. Confiaban en su superioridad de armas y en el desgaste de los sitiados, pero fueron sorprendidos por el plan de Morelos. Las fuerzas insurgentes llegaron por todos lados y los envolvieron bajo fuego, provocándoles miedo y caos. Se supo que el general español confesó a sus hombres que todo estaba perdido y era mejor retirarse. Sin otra posibilidad de defensa, huyó hacia Yanhuitlán, abandonando no solo armas y provisiones, sino también a su propia gente. El sitio terminó con una desesperada retirada de los realistas, sellando la victoria insurgente. Ese triunfo fue celebrado por los sitiados, los jefes insurgentes y, especialmente, por arrieros e indígenas —mixtecos y tezoatecos— que dieron batalla en la medida de sus posibilidades, convencidos de luchar por la libertad con el favor divino.



Mi papá se quedó mirando su vaso, como si ahí flotara el recuerdo, y concluyó con tono pausado: —Mira, Faustino… los tezoatecos no traían fusil ni uniforme, pero sí traían coraje y no se rajaron. Se metieron por los cerros, llevaron mensajes, dieron informes, le entraron a los trancazos… y todo sin esperar ni una medalla ¡Eso no se olvida, aunque nadie lo escriba!


Esa tarde, mientras el sol se apagaba sobre Ciudad Neza cediendo su luz a los focos de la casa y el brandy se evaporaba del último sorbo de los vasos de cuba, la admiración del Boss fue más elocuente que cualquier otra explicación. Con su mirada atenta asintió a todo lo que relató mi papá, aceptando que hubo héroes que no aparecen en los libros ni tienen homenajes, pero sus manos verdaderamente construyeron la patria sin pedir aplausos y su obra quedó plasmada en la memoria del pueblo.

M.M. Perseo Rosales Reyes



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