del Profr. Arturo Rosales Toledo

¡Gracias por tu legado!

¡Gracias por tu ejemplo de vida!

¡Gracias por tus enseñanzas!

¡Gracias por dejarnos tus recuerdos!

¡Gracias por enseñarnos a vivir!

¡Gracias por tu apoyo!

¡Gracias por tu sabiduría!

¡Gracias por tu ejemplo de vida!

¡Gracias por sus esfuerzos!

¡Gracias por mostrarnos el mundo!

¡Gracias por enseñarnos tu solidaridad!

¡Gracias por motivarnos a crecer!


septiembre 25, 2025



Una y otra vez, como un eco persistente, me cala en la mente la misma duda: ¿Qué le pasó a Martín? No es una pregunta cualquiera. Es una inquietud que reverbera, porque Martín no fue solo un colega brillante, sino un amigo entrañable, de esos que dejan huella en cada conversación, en cada gesto, en cada momento compartido.

Martín fue un economista excepcional. Meticuloso, crítico, apasionado por el conocimiento. Su trabajo como profesor universitario no se limitaba a impartir clases: inspiraba, retaba, acompañaba. Su legado académico es amplio y valioso: artículos, ensayos, reflexiones sobre economía, sociología y derechos humanos, que siguen demostrando sus ideas y paradigmas. Pero si algo lo hacía verdaderamente especial, era su forma de ser. Su humanidad.


Fue una persona honesta, sin dobleces. Franca, pero nunca hiriente. Amable, incluso en los momentos más difíciles. Y sobre todo, resiliente. Esa palabra que a veces usamos sin medir su peso, en él cobraba sentido. Martín enfrentó pruebas durísimas: la pandemia, los accidentes que afectaron su salud, el deterioro de su vista, la pérdida de los seres queridos que eran únicos pilares en su vida. Y aun así, seguía adelante. No como quien ignora el dolor, sino como quien lo abraza, lo transforma y lo convierte en fuerza para vivir, incluso en los momentos que la depresión trataba de invadir su mente. Y en medio de todo eso, conservaba su humor sarcástico, ese que nos sacaba una carcajada justo cuando más la necesitábamos, o nos hacia torcer "y doler" el cuello. Por eso no me sorprendería que, desde donde esté, me soltara una de sus frases con ese tono que solo él sabía usar: “¡Ay Yomito, si tu maestro Lenine supiera que tienes esa duda, ya te hubiera dado una chinguita!” (jejeje).


Ante tal duda que no me deja en paz, me puse a buscar respuestas. Volví a leer y repasé nuestras conversaciones por WhatsApp, como quien busca pistas en los recuerdos; también localicé ficheros de datos médicos y luego me di a la tarea de redactar una narrativa. No sé si esto sea una respuesta definitiva de la duda expresada, pero sí redescubrí lo que ya sabía: que Martín vivió con intensidad, con compromiso, con trascendencia, que su ausencia duele a quienes lo apreciamos, pero su presencia sigue viva en lo que dejó, en lo que enseñó, en lo que fue.


En esta narrativa me refiero a un personaje ficticio llamado MC. Aunque este no existió como tal, su enfermedad sí es algo real. Cada cosa que aquí se relata está basada exclusivamente en informes clínicos y notas médicas, cuidadosamente entrelazadas para mostrar con claridad cómo evoluciona una condición de salud que afecta a miles de personas como Martín. Me he mantenido al margen de errores, omisiones o negligencias que lamentablemente suelen presentarse en el sistema de salud mexicano, incluyendo también a la medicina privada, porque no se trata de señalar culpables, sino de mostrar lo que ocurre cuando el cuerpo empieza a rendirse y la medicina, aunque presente y evolucionada, no siempre puede revertir el curso desencadenado.


MC representa a todas esas personas que enfrentan el deterioro progresivo de su salud con una mezcla admirable de disciplina, resiliencia y profunda humanidad. Su historia no busca dramatizar, sino dignificar. Es una forma de responder, desde lo simbólico y lo clínico, a esa pregunta que no deja de resonar en mi mente: ¿Qué le pasó a Martín? Porque aunque MC sea ficticio, su lucha es real. Y en muchos sentidos, es también una lucha como la de Martín. Él, como MC, vivió con dignidad cada etapa de su vida, incluso cuando la adversidad se volvió rutina… y lo hizo sin perder su esencia. MC es una síntesis de muchas historias, pero también considero que es una forma de entender lo que ocurre cuando el cuerpo se va debilitando, cuando la medicina acompaña, pero no salva, y cuando la vida se apaga sin perder su luz.


MC tenía 57 años cuando su cuerpo comenzó a enviar señales sutiles. No eran gritos, sino susurros. Una sensación de vaciamiento incompleto al orinar, una presión leve en el bajo vientre, una urgencia que no se correspondía con el volumen. Pequeños avisos que, como suele ocurrir, se confunden con el estrés, la edad o el ritmo de vida. Pero esta vez no eran pasajeros. Fue entonces cuando recibió el diagnóstico de hiperplasia prostática benigna. Una glándula que crece con los años, que aprieta la uretra como una mano cerrada, limitando el flujo y alterando la rutina más básica del cuerpo.


MC era disciplinado. No solo por carácter, sino por convicción. Siguió el tratamiento con rigor: tamsulosina diaria, hidratación constante, nada de irritantes. Acudía a sus revisiones cada tres meses, anotaba sus síntomas, preguntaba con detalle. Su gente lo apoyaba, y él respondía con responsabilidad. Cuando los síntomas cedieron, cuando la orina volvió a fluir con normalidad, creyó que había vencido. Se permitió relajarse. Volvió a los antojitos, al alcohol en las reuniones ocasionales, a los días de refrescos sin agua suficiente. No por descuido, sino por esperanza pensó que el cuerpo le había dado tregua, que la vida le estaba devolviendo un poco de normalidad. Y no fue así.


Al cumplir 58 años el cuerpo de MC dejó de ceder. Una noche, simplemente, ya no pudo orinar. La vejiga se convirtió en una trampa dolorosa, y la urgencia se volvió emergencia. Fue inmediatamente al hospital. Le colocaron una sonda. La orina salió, pero con ella también se fue algo más: la autonomía, la certeza de que todo estaba bajo control. Esa sensación de fragilidad que aparece cuando el cuerpo deja de obedecer, cuando la dependencia médica se vuelve cotidiana.


La sonda se mantuvo por 21 días y la orina fluyó aunque no como se esperaba. Los médicos observaron signos de retención crónica, y comenzaron a sospechar que los riñones estaban sufriendo. Se ordenaron estudios. MC supo que su función renal estaba disminuida: 75–80%, luego 35–40%. El cuerpo ya no filtraba como antes. Se inició una diálisis ambulatoria. MC comenzó a vivir entre agujas, bolsas, horarios y consultorios. Su vida se fragmentó en sesiones, en cifras, en restricciones. Cada día era una negociación entre lo que podía hacer y lo que debía evitar.


Pero la enfermedad no se detuvo. La función renal cayó a 5–10%. Se declaró falla renal crónica terminal. Se inició la hemodiálisis permanente. Se administró eritropoyetina para combatir la anemia asociada. Se ajustaron medicamentos. Se pidió a los suyos que comprendieran la condición de salud de MC: no había marcha atrás. La medicina ya no ofrecía cura, solo un acompañamiento para mantener alguna calidad de vida.


La anemia se agravó. La hemoglobina bajó a 4.8, luego por debajo de 4. Su cuerpo ya no recibía oxígeno suficiente. MC se volvió pálido, débil, silencioso. Fue hospitalizado. Se le transfundió sangre. Se vigiló día y noche. Pero el cuerpo ya no respondía. La intoxicación urémica avanzaba. Su corazón se debilitó. La presión cayó. El cuerpo se cerraba. Como si poco a poco se apagara desde adentro.


A las 12:48 horas de un martes, MC falleció en el hospital. No hubo milagros. No hubo recuperación. Solo un equipo médico que lo sostuvo hasta el final, y al pendiente su gente que lo apreciaba y le dolió saber que partió a la eternidad entre tubos, monitores y silencio. Pero también con dignidad.


MC perdió la batalla contra su enfermedad, pero nunca dejó de luchar y no había cosas que justificaran olvidarse de él mismo. Hasta su último aliento, enfrentó cada etapa con entereza, con esperanza, con la convicción de que su vida merecía ser vivida con respeto. Su cuerpo se rindió, pero su voluntad no. Este relato honra esa lucha silenciosa, esa resistencia cotidiana que no aparece en los manuales, pero que define lo más humano de la gente: su lucha por vivir con dignidad.


Esta historia fue un intento por comprender, por honrar, por hacer memoria y por homenajear a Martin, entendiendo alguna respuesta a la duda ¿Qué le pasó? Porque a veces, la resignación ante la perdida de alguien no viene en forma de aceptación, sino de comprensión y entendimiento que nos permite mirar con más detalle los límites y posibilidades de lo que significa vivir… y también lo que significa partir hacia la eternidad.

 

septiembre 11, 2025

Eran las 2:18 de la tarde, del 10 de septiembre de 2025, cuando un estruendo aterrador se abrió paso entre el concreto y el cielo. Una pipa de gas lp de gran tamaño se volcó en el acceso a la autopista México-Puebla, desgarrando un contenedor que liberó su aliento invisible. La fuga se extendió como una nube densamente blanca, sin forma, envolviendo la zona con una presencia inquietante. Peatones y automovilistas quedaron atrapados en un instante de desconcierto absoluto. Nadie comprendía lo que ocurrió. El tiempo pareció detenerse. El silencio se volvió denso. Y entonces, sin advertencia alguna, una llamarada se apoderó del entorno.





Las llamas surgieron de manera repentina, el suelo vibro como si hubiera sido poseído por una fuerza desconocida. El pavimento se fracturó. Los vehículos ardieron como si fueran brasas encendidas. El cielo se cubrió de humo, y los puentes se transformaron en altares de ceniza. El fuego no distinguió. Todo lo que alcanzó lo consumió. El concreto se agrietó. El metal se dobló. El paisaje se carbonizó. Y las personas no solo experimentaron el miedo: muchas fueron transformadas para siempre, porque aquello fue más que un accidente; para cientos, o quizás miles de personas inconscientemente sucedió una revelación. Un momento en que se manifestaron los signos del tránsito existencial para quienes lo sintieron de cerca.

Mi querido papá, el profesor Arturo Rosales Toledo, solía reflexionar sobre el sentido de la vida humana mientras leía algún libro, dejando anotaciones al margen del texto. Creía que todos estamos marcados en esta existencia, pero que hay ciertos signos que influyen en la espiritualidad que nos guía y son:


1. El llamado: Este signo representa ese momento en la vida en que algo —una experiencia, una pérdida, una revelación, incluso una conversación inesperada— nos sacude por dentro y nos obliga a ver el mundo con otros ojos. Es como si algo nos despertara de una rutina o de una forma de pensar que ya no nos sirve. Puede ser una crisis que nos obliga a cambiar, o una inspiración que nos invita a crecer. Es el inicio de una transformación personal, donde empezamos a preguntarnos quiénes somos, qué queremos, y qué sentido tiene lo que hacemos.


2. La fortaleza: Este signo aparece cuando la vida nos pone a prueba. No se trata solo de aguantar, sino de descubrir que tenemos una fuerza interior que no sabíamos que existía. Es la capacidad de resistir ante lo inesperado: una enfermedad, una pérdida, una injusticia, una situación límite. Revela nuestra voluntad de seguir adelante, incluso cuando todo parece estar en contra.


3. El cierre de vida: Este signo revela el momento en que una etapa importante llega a su fin. Es cuando miramos hacia atrás y hacemos balance de lo vivido. Es una especie de recogida del camino: lo que aprendimos, lo que dejamos, lo que dimos. Puede ser el retiro de una profesión, el final de una relación, o simplemente el reconocimiento de que algo ha cumplido su ciclo, sin embargo, cuando implica la muerte los antepasados decían que se trata del penar recogiendo los pasos durante el andar de la vida.


4. El destino: Este signo habla del rumbo que cada persona debe recorrer. No es algo que se pueda evitar, porque está ligado a las decisiones que tomamos y a las consecuencias que vienen con ellas. No significa que todo esté escrito, pero sí que hay caminos que se abren según cómo actuamos. El destino nos enfrenta con lo que somos y con lo que hemos hecho.


5. La misión en la vida: Este último signo es el que da sentido profundo a nuestra existencia. Va más allá de lo personal: es aquello que hacemos que deja huella, que trasciende, que se convierte en legado. Puede ser cuidar a una familia, preservar una tradición, enseñar, sanar, crear, acompañar. La misión no siempre es grandiosa, pero sí significativa. Es lo que nos conecta con algo mayor que nosotros mismos.


Los signos del tránsito existencial no buscan respuestas racionales, sino abrir el corazón a lo espiritual, a lo celestial. Y aquel 10 de septiembre de 2025, en el Puente de la Concordia, Iztapalapa, cada uno de ellos se manifestó como un acto de revelación. Muchas personas fueron tocadas, otras, protegidas, miles sorprendidas. Tal vez sus vidas fueron cambiadas por el azar, pero quizá, en medio del caos, se les reveló alguno de los signos del tránsito existencial.

 

 

Edson escuchó el llamado como un estruendo




Era la tarde del 10 de septiembre. Desde su hogar, Edson sintió un estruendo que sacudió la zona oriente como si el aire mismo se hubiera quebrado. Minutos después, las redes se inundaron de imágenes: fuego, humo, gritos, cuerpos. Y en las calles, la confusión se volvió desesperación. Familias corrían sin rumbo, buscando a los suyos entre los escombros, en hospitales, en listas digitales, en cualquier rincón donde pudiera asomarse una señal de vida.


Edson no esperó instrucciones. Lo que sintió no era rutina, ni deber, ni impulso laboral. Era otra cosa. Apagó su aplicación de reparto, miró a su esposa y le pidió un cartel: “¿Buscas a un familiar? Te llevo de hospital a hospital sin costo.” Lo compartió en redes y salió en su moto. Durante horas recorrió la ciudad con personas que no sabían dónde estaban sus seres queridos. Los llevó de hospital en hospital, sin preguntar, sin cobrar, sin detenerse. Su moto se volvió una herramienta de consuelo, un vehículo de esperanza.


Su familia también respondió. Una tía ofreció su coche. Su abuela preparó tortas para los afectados. Pero Edson no dio discursos, ni buscó cámaras. Solo escuchó el llamado, pues hay almas que no esperan órdenes, perciben el dolor ajeno como propio, y desde esa sensibilidad nace su acción, siendo algo que no busca reconocimiento, sino transformación. Una acción que brota desde lo más profundo y se proyecta hacia lo colectivo.


Ese día, Edson no solo recorrió calles. Recorrió el tránsito existencial que se manifiesta cuando el corazón se abre al otro. Y en medio del caos, su gesto fue una forma de revelación

 

 

Alberto conoció la fortaleza en una marea de fuego



El oficial Alberto patrullaba a un costado de la autopista México-Puebla cuando vio cómo una nube de gas comenzaba a envolver la zona. Estaba a menos de doscientos metros de la pipa. Cerró los cristales, activó el aire acondicionado, y en cuestión de segundos, el flamazo sacudió su vehículo. Sintió el golpe en el pecho, como si el aire se hubiera vuelto fuego. Pensó que no saldría con vida. Pero no huyó.


Se repuso del trauma momentáneo y bajó rápidamente de la unidad, tomó el extintor y comenzó a apagar a las personas envueltas en llamas. Corrió hacia una microbús incendiado, ahí un hombre, ya calcinado pero aún consciente, le entregó su celular y su cartera: “Oficial, llévese mi celular y mi cartera, por si no sobrevivo… no quiero morir como desconocido. Avísele a mi familia.” Alberto lo sacó entre las cenizas. Pidió ayuda inmediata. Más tarde supo que aquel hombre no sobrevivió. Pero no murió en el anonimato. La promesa fue cumplida.


Ese día, Alberto no enfrentó el fuego con armas, sino con presencia, más allá de su deber se impuso su compasión por los semejantes, con una voluntad que no se quebró ante el horror. Porque la fortaleza no siempre se muestra en la fuerza física, sino en el acto de permanecer y enfrentar cuando todo invita a huir. En el gesto de reconocer al otro, incluso en su último aliento de vida. Y en medio de la marea de fuego, Alberto cruzó uno de los signos del tránsito existencial. El signo que revela lo que somos cuando el mundo se rompe: La fortaleza que nace del alma.

 

 

Ana Daniela cerró su ciclo sin despedida




En la zona de la explosión caminaba Ana Daniela, estudiante de Ingeniería en la FES Cuautitlán de la UNAM. Iba a pie, concentrada en las tareas de su día, cuando el fuego la alcanzó sin aviso. La explosión fue tan repentina que no hubo espacio para el miedo, ni para la reacción. Solo quedó el instante y después, el silencio. Ana Daniela ya no pudo decir nada, sin embargo, fue enviada de urgencia a un hospital.


Sus útiles escolares quedaron esparcidos en el suelo, semiquemados. Entre ellos, un celular, chamuscado pero aún encendido. Ese pequeño objeto al igual que ella, también se resistía a desaparecer. En su última señal el personal de emergencia logró contactar a su madre para informarle de la tragedia y de la desgracia de su hija.


La madre y el novio, Bryan, iniciaron una peregrinación. De hospital en hospital, de lista en lista, la buscaron sin descanso, en ningún lugar la identificaban porque la gravedad de sus heridas, y luego la muerte, impidieron que Ana Daniela dijera su nombre. Finalmente fue identificada, pero demasiado tarde para una despedida, un último abrazo.


Junto a ella, otras siete personas perdieron la vida por la misma tragedia:


·         Misael.
·         Eduardo.
·         Juan Carlos.
·         Carlos.
·         Oscar.
·         Juan Antonio.
·         Irving.


Algunos quedaron atrapados en vehículos. Otros fueron alcanzados por las llamas sin advertencia. Nadie tuvo tiempo para entender, ni para huir. Todo ocurrió en un solo instante. Fue un cierre de vida inesperado. Físicamente ya no están, pero sus historias se contarán. Tal vez sus almas regresaron al origen, en un tránsito silencioso. Porque hay quienes cumplen su ciclo sin despedida, dejando un vacío inmenso y una pena profunda en quienes los aman. Y en ese dolor, también se revela el signo del cierre de vida: el momento en que todo se recoge, sin palabras, pero con memoria.

 

 

Adolfo encontró su destino en un descanso




Adolfo, trabajador de una vulcanizadora, había cumplido ya buena parte de su jornada. El cuerpo le pedía una pausa. Cruzó la autopista y se recostó sobre el pasto de un pequeño jardín, buscando un respiro. En cuestión de minutos, el sueño lo envolvió. Apenas unos metros adelante, la pipa se descontroló. La explosión ocurrió mientras él dormía. Las llamas lo alcanzaron sin aviso. No hubo tiempo para despertar, ni para huir. Su cuerpo quedó gravemente herido. Hoy está intubado, con quemaduras profundas y órganos comprometidos. Ha sobrevivido a cuatro paros cardiacos. Y aun así, sigue luchando por permanecer en este plano existencial.


Lo que le ocurrió no fue una elección, ni un sacrificio consciente. Fue una intersección entre el tiempo y el lugar. Un cruce inevitable. Fue su destino. Porque el destino no pide permiso. No necesita explicación. Solo basta un instante para revelarse.


Y en ese instante, Adolfo entró en el tránsito existencial. El signo que nos confronta con lo que no podemos evitar, con lo que nos toca vivir, aunque no lo hayamos buscado. El destino, cuando se manifiesta, no siempre llega con claridad. A veces lo hace en silencio, mientras dormimos, mientras descansamos, mientras creemos que todo está en calma.

 

 

Alicia con la misión de proteger una pequeña vida




Su nombre es Alicia. Esa tarde, como tantas otras, trabajaba de despachadora de microbuses. En medio de la rutina, su hija pasó a dejarle a la nieta de dos años para que la cuidara durante el resto del día. Abuela y nieta permanecieron juntas, compartiendo ese vínculo silencioso que solo el amor filial sabe sostener. Y entonces, el fuego las alcanzó.


Alicia no gritó, no huyó, nunca dudó. Se convirtió en escudo humano. Cubrió con su cuerpo a la niña, protegiéndola del fuego como si su carne fuera un muro impenetrable, como si su voluntad pudiera contener el desastre. Un policía y un motociclista lograron auxiliar a la menor, esa niña fue atendida y sobrevivió. Alicia, en cambio, fue llevada al hospital con el 90% de su cuerpo quemado. A pesar de su fortaleza, sus esperanzas de vida son mínimas.


Lo que hizo no fue instinto ni fue reflejo. Fue entrega. Fue misión. Porque hay almas que vienen al mundo con el propósito de proteger a los suyos, a los semejantes, incluso con su cuerpo, incluso con su vida. Alicia no estaba ahí por casualidad. Estaba ahí para cumplir algo más grande: salvaguardar la existencia de su nieta, que es su sangre, su historia, su continuidad.


Su acto fue más que humano. Fue espiritual. Fue el signo de la misión en la vida: ese que da sentido profundo a la existencia, que trasciende lo personal y se convierte en legado. Y en medio del caos, Alicia cumplió su misión con una dignidad que no se mide en palabras, sino en el silencio de quienes aman sin condiciones.

 

 

El dilema de la justicia


La pipa que explotó bajo el Puente de la Concordia el fatídico día, no era un vehículo cualquiera. Pertenecía a Transportadora Silza, filial del poderoso Grupo Tomza. Y no, eso no fue un accidente aislado. Fue el resultado de una maquinaria empresarial que opera con negligencia sistemática, omisiones calculadas y una perversidad que se disfraza de legalidad. Silza no contaba con seguros vigentes —lo confirmó la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente (ASEA)— y aún así seguía circulando, acumulando siniestros, evadiendo sanciones, y blindándose con contratos públicos que la protegen del castigo.


Mientras las víctimas se debaten entre la vida y la muerte, la empresa emitió comunicados. Mientras las familias peregrinaban entre hospitales y sufrían la incertidumbre por la salud de sus seres queridos, ellos hablaron de pólizas inexistentes. Mientras los vecinos improvisaban rescates, ellos activaron su maquinaria de relaciones públicas. ¿Qué clase de entidad transporta muerte y se protege con papeles vencidos? ¿Qué tipo de empresa sabe lo que puede pasar… y aun así lo permite?


La ley debería actuar. Las autoridades deberían castigar. Pero ¿quién puede confiar en una justicia que llega tarde, que se diluye en comunicados, que se distrae con tecnicismos? ¿Quién puede creer en sanciones cuando el poder económico compra tiempo, silencio y protección? El dolor no se borra con promesas. La impunidad no puede ser el destino de quienes destruyen vidas por omisión. Lamentablemente desde los tiempos del presidencialismo la justicia en nuestro país ha sido lenta, tímida, y en tiempos más recientes cómplice protectora y cínica. Mientras tanto, las víctimas de esta y otras tragedias siguen esperando. No por justicia institucional, sino por algo más profundo. Por memoria. Por verdad. Por dignidad.


Cuando la justicia humana falla —cuando se desvanece entre trámites, se diluye en silencios y omisiones, se pierde entre intereses y negocios— hay otra justicia que se impone. No depende de jueces, ni de expedientes, ni de abogados. No necesita testigos ni firmas. Es la justicia divina, la que no se negocia ni se posterga. Algunos la llaman karma, pero el profesor Arturo Rosales Toledo la nombraba de otro modo: “penitencia”. Decía que todos, tarde o temprano, pagamos esa penitencia, porque “son los pendientes que Dios le hará cumplir a cada quien”. Cada acto, cada omisión, cada mentira, cada maldad queda registrada en la memoria celestial. No hay archivo que la contenga, ni argumento que la contradiga. No firma contratos, no se impresiona con personalidades, no se distrae con comunicados. Y cuando menos se espera, esa penitencia se presenta y cobra con exactitud lo que se debe.


Si el profesor Arturo hubiera presenciado esta tragedia, antier, ayer u hoy, habría dicho con serenidad que ahí se revelaron los signos del tránsito existencial. Porque en medio del dolor, se manifiesta lo sagrado: el llamado que sacude, la fortaleza que sostiene, el cierre que recoge, el destino que se impone y la misión que trasciende. Cada uno de esos signos trae consigo una implicación profunda. Habiendo un daño que no solo hiere a una persona, sino alcanza a más de 90 personas, a todo un pueblo, la ley humana debería responder con firmeza. Pero si no lo hace, el reino espiritual lo hará. Porque toda víctima, todo inocente, todo culpable, todo responsable y todo cómplice recibirá lo que ha sembrado. Esa justicia divina no se escribe en papel, sino en conciencia. Y no pesa por venganza, sino por equilibrio. Y en ese equilibrio, se honra la vida.

M.M. Perseo Rosales Reyes

septiembre 01, 2025

 


Hace ya cuatro décadas, en un domingo cualquiera de la primavera de 1985 -el año en que tomé la decisión de estudiar economía- escuché atentamente un relato de mi papá que me asombró. Comprendí que hay cosas que no se miden en cifras, no se guardan en expedientes, ni aparecen en los libros de historia, pero sostienen la memoria de un pueblo, pues evocan las vivencias y testimonios de sus antepasados. Aunque ninguno de ellos haya sido un héroe, figura pública o activista social, sus pasos dejaron alguna huella preservándose en pláticas, en sobremesas largas y con narrativas que no buscan reconocimientos o aplausos.


Sucedió que el sol de la tarde ya se colaba por el viejo cancel de la sala de nuestra casa en Ciudad Neza. El aire olía a plantas regadas y patio barrido; dentro se mezclaban los aromas del mole de olla que mi mamá Gloria cocinaba y el brandy Don Pedro, servido en cubas de coca cola con limoncito. Mi papá, el profesor Arturo Rosales Toledo —“el Flaquito”, como lo llamaban sus amigos más cercanos— estaba sentado en su sillón. En el sofá, su viejo amigo de Cosoltepec el profesor Faustino Reyes —alias “el Boss” (Jefe)— se había acomodado con la familiaridad de quien solía visitar esa casa. Su plática, como tantas veces, había comenzado con anécdotas personales y poco a poco se transformaban en historias.




Al fluir de los tragos, el Boss hizo una pregunta que parecía sencilla: —Oye, Flaquito… ¿los tezoatecos son más católicos o liberales? Mi papá sonrió con una expresión que mezclaba sorpresa y templanza, luego respondió sin dudar: —Claro que somos católicos, pero no de los que se arrodillan sin pensar. Muchos tezoatecos creen en Dios, pero también en la libertad. Rara vez hay “santularios” (santurrones); más bien hay devotos… pero de espíritu liberal ¡Eso pienso yo!


Entonces mi papá aludió a la placa que está en el atrio del santuario del Señor de la Capilla, allá en Tezoatlán de Segura y Luna, donde se lee con orgullo: “Tezoatlán, cuna de la independencia en el estado de Oaxaca. Aquí fue proclamada por el Gral. B. Antonio De León el 19 de junio de 1821.” Como prueba de lo que decía, explicó a su amigo Faustino que esa frase no es adorno ni exageración, sino un reconocimiento de la ayuda de los tezoatecos en la lucha contra los españoles: —Ahí no hubo batallas ni se dispararon armas, pero fue en Tezoatlán, concretamente en el ranchito de “Las Peñas” (actualmente una agencia), donde se declaró la libertad oaxaqueña, confirmando la independencia de México.





Siguió contando con esa parsimonia muy propia para narrar sus historias, que mucho antes, durante el sitio de Huajuapan en 1812, mientras la insurgencia dirigida por Valerio Trujano resistía a los realistas con más fe que armas, en numerosos pueblos vecinos también había inconformidades, pues varios curitas dominicos manipulaban a la feligresía obedeciendo las órdenes del gran inquisidor de México (el Obispo de Antequera Antonio Bergosa y Jordán); sermoneando en sus púlpitos presionaban a los indígenas de denunciar la sublevación, so pena de ser ahorcados lentamente y condenados al purgatorio junto con toda la gente del odiado Cura Morelos. Tezoatlán fue uno de esos pueblos.



Desde Yanhuitlan hasta Tehuacán había destacamentos de realistas. Aunque las tropas virreynales (del general español José María de Régules) que rodeaban Huajuapan no estaban situadas de manera continua —pues había un pelotón por aquí, otro por allá— contaban con numerosos soldados regados en zonas clave para cerrar los caminos de los huajuapeños, realizando tareas de vigilancia, tiro e impidiendo la llegada de cualquier tipo de ayuda. Así confiaban los españoles en que, más tarde o temprano, se quebraría la resistencia.


Mi papá tomó un trago de su cuba y siguió relatando con inspiración: —Esto que te voy a platicar Faustino, nunca lo vas a encontrar en los partes militares, ni en los libros de historia, pero los arrieros: los López, los Vázquez de Silacayoapam, los Santiago, los Rosales que descienden del tatarabuelo de mi papá Abdón, y otros más, eran gente leal simpatizantes de Trujano. No por la política ni las proclamas, sino porque Trujano también fue arriero desde muchito (niño).


Toda esta gente humilde, de firme andanza y mirada aguda, curtida por el sol, el polvo y la lluvia, conocía cada sendero, río, barranca y cueva entre los matorrales, atestiguó de primera mano que el rumor era cierto: “los huajuapeños estaban encerrados a merced de los gachupines”, por eso los caminos que recorrían pasando por la capital Mixteca ya eran intransitables, en vez de mercadería circulaban los rumores o la desinformación, en los retenes el silencio era más valioso que un real de plata, e infundía más alarma ver un realista que un bandolero. Quizás por ello las tropas creían tener el control total del sitio, pero los arrieros de aquellos años se movían entre los cerros como sombras. No llevaban armas, pero sí tenían mucho ojo y oído para ver, escuchar e informar.



Debido a la penosa situación que vivía Huajuapan, un par de meses antes de la célebre hazaña del Indio de Nuyoo (José Remigio Sarabia Rojas), Trujano se vio obligado a buscar la ayuda de un cura insurrecto que mantenía tropas apostadas cerca de Texcala, en la región de Tehuacán, Puebla. Este cura (José María Sánchez) recibió el mensaje, reunió a sus hombres, cargó provisiones, pólvora y armamento, e inició la marcha hacia Huajuapan. Lamentablemente, en el trayecto fue emboscado por un pelotón de feroces soldados costeños al servicio de los gachupines, que exterminaron a casi todos. Quedó claro que no bastaban los mensajes ni las intenciones: se necesitaban tareas de estrategia para saber dónde estaban, cuántos eran y qué hacían los realistas. Desde entonces, la ayuda de los arrieros se volvió indispensable.


Cuando el Indio de Nuyoo logró entregar su mensaje a Morelos y este inició su avanzada desde Chilapa (Guerrero), en cada etapa de su marcha hacia la capital Mixteca no solo fue sumando más insurrectos, sino también iba recibiendo informes sobre la ubicación de los realistas, los caminos controlados, el número de soldados, los cañones que movían, etc. El avance insurgente se detuvo en el pueblo de Chila de las Flores por la necesidad de elaborar un plan de combate. que finalmente fue triunfal pues los vigías confirmaron los informes que los arrieros habían dado anticipadamente: los realistas estaban apostados desde Santa Teresa y la ribera del Río Mixteco, el Yucunitza, el Cerro de las Minas, el Calvario, el Panteón municipal y hasta los rumbos que llevaban hacia la Costa (Xochistlapilco) y Oaxaca (el Chacuaco).


El Cura Morelos pudo organizar un ataque con precisión. Para romper el sitio de Huajuapan no marchó a ciegas, sino que dividió sus tropas en cuatro fuerzas: Miguel Bravo encabezando la que rompería el cerco por el lado del panteón municipal; Hermenegildo Galeana al mando de la caballería que llegaría por el Cerro de las Minas; Vicente Guerrero atacando en Santa Teresa y la ribera del Río Mixteco; y finalmente, una tropa en su mayoría conformada por indígenas mixtecos, bajo las órdenes del propio Morelos, que se posicionaría en la retaguardia para combatir en los frentes que se estaban debilitando.

Los realistas, enterados con antelación de la llegada de Morelos, lanzaron el 23 de julio un vasto ataque contra Trujano, tratando de quebrar definitivamente su resistencia. Confiaban en su superioridad de armas y en el desgaste de los sitiados, pero fueron sorprendidos por el plan de Morelos. Las fuerzas insurgentes llegaron por todos lados y los envolvieron bajo fuego, provocándoles miedo y caos. Se supo que el general español confesó a sus hombres que todo estaba perdido y era mejor retirarse. Sin otra posibilidad de defensa, huyó hacia Yanhuitlán, abandonando no solo armas y provisiones, sino también a su propia gente. El sitio terminó con una desesperada retirada de los realistas, sellando la victoria insurgente. Ese triunfo fue celebrado por los sitiados, los jefes insurgentes y, especialmente, por arrieros e indígenas —mixtecos y tezoatecos— que dieron batalla en la medida de sus posibilidades, convencidos de luchar por la libertad con el favor divino.



Mi papá se quedó mirando su vaso, como si ahí flotara el recuerdo, y concluyó con tono pausado: —Mira, Faustino… los tezoatecos no traían fusil ni uniforme, pero sí traían coraje y no se rajaron. Se metieron por los cerros, llevaron mensajes, dieron informes, le entraron a los trancazos… y todo sin esperar ni una medalla ¡Eso no se olvida, aunque nadie lo escriba!


Esa tarde, mientras el sol se apagaba sobre Ciudad Neza cediendo su luz a los focos de la casa y el brandy se evaporaba del último sorbo de los vasos de cuba, la admiración del Boss fue más elocuente que cualquier otra explicación. Con su mirada atenta asintió a todo lo que relató mi papá, aceptando que hubo héroes que no aparecen en los libros ni tienen homenajes, pero sus manos verdaderamente construyeron la patria sin pedir aplausos y su obra quedó plasmada en la memoria del pueblo.

M.M. Perseo Rosales Reyes



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