del Profr. Arturo Rosales Toledo

¡Gracias por tu legado!

¡Gracias por tu ejemplo de vida!

¡Gracias por tus enseñanzas!

¡Gracias por dejarnos tus recuerdos!

¡Gracias por enseñarnos a vivir!

¡Gracias por tu apoyo!

¡Gracias por tu sabiduría!

¡Gracias por tu ejemplo de vida!

¡Gracias por sus esfuerzos!

¡Gracias por mostrarnos el mundo!

¡Gracias por enseñarnos tu solidaridad!

¡Gracias por motivarnos a crecer!


diciembre 04, 2025

En un pequeño pueblo de los Apalaches, donde las montañas se alzan como murallas de silencio y los bosques de pinos se cubren de nieve, el invierno llegaba con un aire frío y profundo. La nieve caía envolviendo las calles en un silencio que parecía guardar secretos antiguos, mientras las colinas blancas se extendían como un manto protector alrededor de la comunidad.

Dentro de una humilde casa de madera, en la víspera de la Nochebuena el fuego ardía suavemente, iluminando con su resplandor cálido las paredes gastadas por los años. Allí, el abuelo, hombre de memoria y raíces firmes, hablaba con serenidad. Su voz era pausada, como si cada palabra hubiera sido pensada durante décadas. En su interior, sabía que los recuerdos podían ser pesados, pero también comprendía que eran la única forma de mantener viva la esperanza. Por eso, al aludir a "The Spirit of Christmas Past" (El Espíritu de la Navidad pasada), lo hacía con la convicción de que no era un fantasma de lo perdido, sino invocar una fuerza que aguardaba pacientemente para renovarse en cada Nochebuena. Su actitud era la de un maestro silencioso: la espalda recta, las manos abiertas sobre las rodillas, los ojos fijos en el fuego, como si allí se reflejara la memoria de toda su vida.


La madre, sentada cerca del fuego, escuchaba con atención. Su rostro reflejaba esfuerzo y resignación, pero también una calma que nacía de la necesidad de sostener a los suyos. Su pensamiento, se debatía entre la carga por la ausencia del esposo y la fuerza que debía mostrar para que sus hijos sobresalieran. Sabía que no podía dejarse vencer por nada, y por eso, cuando murmuró con una sonrisa tenue: “Tomorrow will be Christmas Day” (Mañana será Navidad), lo hizo no sólo como un recordatorio, sino como una promesa íntima de que la vida seguiría adelante. Su actitud era contenida, casi ritual: las manos juntas sobre el regazo, la mirada baja, pero con un brillo que revelaba que aún creía en la luz que trae la Navidad.

Los niños, inquietos y curiosos, jugaban con las sombras que proyectaba el fuego. Al principio, sus pensamientos eran ligeros, propios de la infancia: imaginaban figuras fantásticas en las paredes, monstruos que se deshacían en humo, héroes que surgían de las llamas. Pero poco a poco, el tono del abuelo y la calma de la madre los fueron envolviendo. En silencio, comenzaron a comprender que aquellas palabras hablaban también de ellos, de su futuro, de la fuerza que debían encontrar en su interior. Sus actitudes cambiaron: dejaron de moverse, se acercaron más al fuego, y sus ojos brillaron con una mezcla de ilusión y melancolía. Uno de los niños apoyó la cabeza en el regazo de la madre, buscando consuelo; otro tomó la mano del abuelo, como si quisiera aferrarse a su sabiduría; la niña más pequeña miró hacia la ventana, convencida de que la nieve que caía llevaba consigo recuerdos de su padre ausente.

La platica del abuelo no era sólo para alejar alguna tristeza, era un llamado a mirar hacia dentro y hallar fuerza en el corazón. En ese instante, como si el viento llevara voz, se oyó un susurro invisible: “Your heart can find another way, believe in what I say” (Tu corazón puede encontrar otro camino, cree en lo que digo). Los pensamientos de la familia se unieron en ese eco: el abuelo recordó su propia juventud y las pérdidas que había superado; la madre sintió que su esposo aún estaba presente; los niños comprendieron que la ausencia no era un vacío, sino semilla de esperanza. Entonces, el frío, la nieve y las sombras que intentaban cubrir los sueños de cada quien se deshicieron, dejando espacio para la claridad y reverberando con una sola idea: “Tomorrow will be Christmas Day” (Mañana será Navidad).

En esa noche, entre abrazos y silencios compartidos, la familia comprendió que The Spirit of Christmas Past no era un fantasma de lo perdido, sino una presencia luminosa que habitaba en la nieve, en el fuego y en las campanas del viento que bajaban desde las montañas de los Apalaches. El abuelo era un guía que enseñaba con paciencia, la madre era un sostén que transformaba la resignación en esperanza, los niños eran una promesa que brillaba en la claridad del futuro, y el padre aunque etéreo estaba presente como memoria viva, que susurraba discretamente.

Por eso cada invierno puede traer mucho frío, oscuridad y silencio, pero la Navidad enciende un fuego interior que disuelve las sombras: el espíritu que viene del pasado no ata, libera; recuerda que cada Nochebuena es un renacer, que la claridad siempre vence a la oscuridad, y que el amor compartido es la verdadera luz que ilumina el camino hacia adelante.


noviembre 26, 2025

Contaba el abuelo, con voz pausada y ojos que parecían guardar secretos antiguos, que el Árbol de Navidad no es un objeto cualquiera, sino un símbolo vivo del ánimo humano. Su raíz se hunde en un pasado lejano, mucho antes de que la comercialización lo vistiera de artificio. Decía que en las tierras del Ártico, en la vasta Laponia, donde el invierno cubre los días con oscuridad casi perpetua porque el sol se oculta durante semanas, la gente vive en noches que parecen eternas. El espíritu del bosque sabía que el invierno se apoderaba de aquel lugar, representando un final: no solo el cierre del año, sino la clausura de un ciclo que inició iluminado por la primavera. Ya en diciembre, la última estación se despliega: fría, sombría, con noches interminables que parecen devorar el tiempo. Es como si el mundo murmurara: “hasta aquí llegamos, solo queda esperar”. 


Y claro, todo final pesa. La gente lo sentía en el cuerpo y en el corazón: la oscuridad apagaba la alegría, las sonrisas se encogían como brasas que se extinguen, y la esperanza se escondía bajo la nieve, temblorosa, aguardando a que alguien la despertara.

Fue entonces cuando apareció Brillín, un elfo curioso y travieso, incapaz de soportar la tristeza de los hombres. Decidió pedir ayuda al bosque: —“Amigos árboles, ¿No tendrán algún secreto para devolver la alegría a los habitantes?”

Los robles callaron, los pinos se encogieron, los sauces se desentendieron… Todos eran viejos y cansados. Los robles, con sus troncos anchos y retorcidos, preferían guardar silencio: sabían que la sabiduría no siempre se grita, a veces se calla. Los pinos, vencidos por el frío, inclinaban sus ramas como ancianos que se protegen del viento. Los sauces, con sus ramas caídas como lágrimas heladas, conocían demasiado bien la tristeza y apenas podían sostenerse.

 


Entonces, entre todos ellos, se alzó un abeto joven: delgadito, testarudo, con voz clara como el crujido de la nieve recién pisada. No habló con la gravedad de los viejos, sino con la frescura de la juventud: —“Yo puedo intentarlo. Mis ramas no se rinden al invierno y me siento con ganas.”

Brillín se emocionó tanto que sus ojos brillaron como luciérnagas. Pensó: “Si este abeto se atreve a desafiar al invierno, debo ayudarlo adornándolo. Pero sus ramas son como tocar su corazón, así que debo pedirle permiso.”

El abeto, noble y valiente, aceptó. Entonces Brillín sacó los tesoros que había guardado en sus viajes: unas estrellas recogidas en una noche clara, atrapadas como chispas fugaces en la colina más alta; muchas manzanas rojas halladas en un huerto olvidado, frutos que aún colgaban como recuerdos de la cosecha pasada; y numerosas velitas conseguidas en la aldea, donde los niños las jugaban para espantar las sombras.

Cada objeto tenía un significado profundo: Las estrellas no eran solo luceros del cielo, sino deseos, que al brillar sirven de guía e inspiración para encontrar un camino en medio de la oscuridad; las manzanas rojas no eran simples frutos, sino corazones vivos que hablaban de unión y de la fuerza que sostiene a la gente incluso en tiempos difíciles; y las velitas, aunque pequeñas, eran guardianas del espíritu, llamitas humildes que encendían la calidez dentro del alma y recordaban que la verdadera luz nace cuando se comparte.

Brillín subía y bajaba del abeto, colocando con cuidado cada uno de esos tesoros. Sus manos pequeñas parecían danzar entre las ramas, y el árbol, paciente, se dejaba vestir con orgullo. Cuando terminó, se apartó unos pasos y contempló la obra. Era el árbol de las tierras del Ártico, vestido con símbolos que desafiaban la noche polar.

El elfo, con voz emocionada, exclamó: —“¡Mírate! Pareces un pedazo de cielo caído en la tierra. Tus ramas guardan estrellas como si fueran constelaciones, tus manzanas son como corazones encendidos, y tus velitas… ¡ah, tus velitas parecen luciérnagas que no se cansan de brillar!”

 


El abeto, sintiendo distinto por primera vez, respondió con gratitud: —“Nunca imaginé que pudiera verme así. Antes era solo un árbol joven, delgado y testarudo… ahora me siento como un guardián de la luz. Gracias, Brillín, porque me has mostrado que incluso en la noche más larga puedo ser un faro para los corazones cansados.”

Brillín sonrió, y sus ojos reflejaron el resplandor del árbol: —“No eres solo un árbol, eres la promesa de que la oscuridad nunca vence del todo. Hoy luces como un milagro nacido del bosque.”

Esa noche, la gente que caminaba cabizbaja vio a lo lejos un resplandor extraño. Al acercarse, descubrieron al joven abeto vestido de estrellas, manzanas y velitas. Parece que el frío se detuvo por un instante, la oscuridad retrocedió ante aquella luz cálida. Alguien murmuró: —“Miren… quizás el bosque quiere iluminar nuestras vidas.”

Y entonces, como si el árbol hubiera tocado sus corazones, comenzaron a sonreír de verdad. El ánimo cambió como cambia el aire cuando llega la primavera. Cantaron, compartieron lo poco que tenían y se abrazaron con fuerza. El árbol no solo iluminaba la nieve: iluminaba sus pensamientos e inspiraba sus ideales.

 


Así fue como aquel abeto adornado se convirtió en el centro de una fiesta inesperada. Desde entonces, cada diciembre los habitantes de tal lugar repitieron el gesto: adornaban un árbol para recordar que la oscuridad nunca vence del todo, y que la esperanza, cuando se celebra, se convierte en alegría compartida. Porque el invierno representa un final, sí… pero decía el abuelo: -"El árbol de las tierras del Ártico recuerda que todo final es también un comienzo. En medio de la estación fría y de noches interminables, el árbol de Navidad se convierte en una lucecita que susurra: “Aguanta… después de la noche larga siempre regresa el día, y después del invierno, la primavera llega cálida, radiante y viva.”

Entonces, aconsejaba el abuelo: -"Cada año cuando encendemos el árbol de Navidad no tratamos de adornar un objeto vistoso para presumirlo en las redes sociales, sino de levantar un símbolo capaz de unir y alegrar a la gente, iluminar su corazón, su fe, su esperanza y la promesa de que un nuevo ciclo está por comenzar, con nuevas oportunidades."

 

octubre 30, 2025

¡Hola Papá!

Hoy nos reunimos en la memoria para hablarte con sonrisas y gratitud. No queremos que el recuerdo se vista de tristeza sino de ánimo, porque tu vida fue un camino sembrado de enseñanzas y de paciencia. Nos mostraste que la unión es más fuerte que cualquier adversidad, que la educación abre puertas invisibles y que la serenidad es la clave que resuelve problemas.


En esta familia nos sentimos orgullosos de ser parte de tu historia, de haber aprendido contigo lo que es la ayuda mutua, la confianza y la alegría compartida. Cada paso que diste como padre y como profesor nos dejó huellas que hoy seguimos con entusiasmo, convencidos de que tu legado no se apaga, más bien se multiplica al recordarte.

Hoy te celebramos con entusiasmo, con esperanza y con la certeza de que seguimos escuchando tus ideas y consejos, que tu voz sigue viva en nuestras decisiones y en nuestros abrazos.

¡Bienvenido en este día de todos los santos, querido Papá Arturo!


En Memoria del Profr. Arturo Rosales Toledo



octubre 22, 2025

Desde tiempos antiguos, diversas culturas alrededor del mundo han atribuido a los animales —especialmente a aquellos que fueron compañeros cercanos de los humanos— un papel trascendental en el tránsito hacia el más allá. Por ejemplo, en las tradiciones chamánicas siberianas se cree que ciertos animales actúan como psicopompos, es decir, guías de almas que conducen a los difuntos hacia el mundo espiritual. En el antiguo Egipto, los gatos eran considerados protectores del alma en su viaje post mortem, y Anubis, el dios con cabeza de chacal, era el encargado de pesar el corazón del difunto y guiarlo en su juicio final. Dentro de la tradición budista se cree que los animales pueden reencarnar como humanos y viceversa, lo que refuerza la idea de una conexión espiritual profunda entre especies. Estas creencias reflejan una visión mística y simbólica del vínculo humano-animal, donde la muerte no rompe la relación, sino que la transforma en una alianza espiritual para el tránsito hacia lo eterno.




La celebración del Día de Muertos en México es una manifestación cultural profundamente arraigada que entrelaza elementos indígenas y católicos, donde la muerte no representa un final, sino una etapa más en el ciclo de la existencia. Esta veneración que relatábamos en el post de “Los Gigantes y el Culto a los Muertos de los Antiguos Mixtecas”, tiene raíces ancestrales que vinculan el fallecimiento con el retorno a un origen, dentro de una cosmovisión que honra la memoria y el tránsito espiritual como parte de un equilibrio natural.

En la cultura prehispánica se creía que los xoloitzcuintles desempeñaban un papel esencial en el viaje de las almas hacia el Mictlán. Esta raza canina, originaria de México y con más de 3,000 años de historia, era considerada el guía principal de los muertos. Según la mitología mexica, el alma del difunto debía atravesar nueve niveles para llegar al Mictlán, y uno de los desafíos era cruzar el río Apanohuacalhuia vigilado por el monstruo marino Xochitonal. Para lograrlo, necesitaba la ayuda de un xoloitzcuintle, quien decidía si el alma era digna de ser guiada, dependiendo de cómo había sido tratado en vida. Por ello, este canino no solo simbolizaba compañía, sino también protección espiritual.

Hoy en día, esta cosmovisión se ha ampliado para incluir a todos los animales que fueron compañeros de vida —perros, gatos, aves, reptiles, entre otros—, reconociéndolos como seres espirituales que acompañan y esperan a sus dueños en el más allá. Se ha extendido la creencia de que las mascotas fallecidas también van a un paraíso, donde aguardan con amor y fidelidad el reencuentro con sus humanos.

Tal idea se refleja en las prácticas contemporáneas del Día de Muertos, pues mchas familias colocan figuras de xoloitzcuintles en sus altares, junto con juguetes y alimentos para sus mascotas fallecidas, reafirmando que los vínculos afectivos con los animales no se rompen con la muerte, sino que perduran. La película Coco de Disney-Pixar popularizó esta creencia al presentar a Dante, un xoloitzcuintle que acompaña al protagonista en su travesía por el mundo de los muertos. En el filme, Dante se transforma en un alebrije, criatura fantástica que en la tradición mexicana representa un espíritu guía. Aunque los alebrijes no tienen origen prehispánico, su inclusión como entidades espirituales refuerza la idea de que los animales pueden ser mediadores entre el mundo físico y el metafísico.

Desde una perspectiva antropológica, esta narrativa refleja una visión animista del mundo, donde todos los seres vivos comparten una esencia espiritual y pueden interactuar más allá de la muerte. El papel del xoloitzcuintle como guía del alma muestra cómo la cultura mexicana otorga agencia espiritual a los animales, reconociéndolos como parte integral del tránsito hacia la eternidad. Así, las mascotas no solo acompañan el alma en su viaje, sino que también representan la promesa de un reencuentro lleno de ternura en el universo eterno de los recuerdos y el amor

Durante el 23er Festival Internacional de Cine de Morelia la marca Victoria patrocinadora del evento presentó un cortometraje titulado “¿A ti quién te espera?”. Se trata de una narrativa animada pero especialmente conmovedora en la que un hombre fallece y al llegar al más allá, es recibido por su perro, quien lo acompaña en su tránsito espiritual y al reencuentro con los suyos que se adelantaron en el camino de la vida. El video difundido inmediatamente a través de las redes sociales como una campaña publicitaria institucional, se inspira en la creencia prehispánica del xoloitzcuintle como guía de almas, y lo representa con una sensibilidad moderna y emocional. La historia no solo honra la tradición mexicana, sino que también resalta el amor incondicional entre humanos y mascotas, mostrando cómo ese vínculo puede continuar más allá de la vida terrenal.

El contenido del video conecta profundamente con las emociones de los mexicanos, quienes ven en sus mascotas no solo compañía, sino familia. En el contexto del Día de Muertos de 2025, donde se honra la memoria de los seres queridos, este cortometraje evoca la nostalgia, el amor y la esperanza, recordándonos que nuestros animales también nos esperan en el más allá. Es una representación visual poderosa de cómo la cultura mexicana abraza la muerte con ternura y espiritualidad.

Ver “¿A ti quién te espera?” es más que disfrutar una producción audiovisual: es una oportunidad para reflexionar sobre el amor que damos y recibimos de nuestras mascotas. Por eso, en este posteo invito a mis lectores a verlo con el corazón abierto, recordando a todas las mascotas fieles que nos acompañaron en vida y que, según la tradición, nos esperarán para guiarnos cuando llegue nuestro momento. Es un homenaje que merece ser visto con atención, mucho respeto y bastante cariño.


M.M. Perseo Rosales Reyes
Octubre de 2025



Fuentes de referencia:

Eliade, Mircea. El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis. Fondo de Cultura Económica, 1998

Infobae México – Xoloitzcuintle: ¿Cuál es la leyenda que conecta a este perro con el inframundo mexica? 

La Silla Rota – Día de Muertos: Xoloitzcuintle, el perro mexicano asociado a la muerte 

Guía Universitaria – La leyenda xoloitzcuintle: ¿Por qué es el perro guardián del inframundo mexica?

GQ México – “¿A ti quién te espera?”: el cortometraje de Cerveza Victoria que te hará llorar en Día de Muertos 




septiembre 25, 2025



Una y otra vez, como un eco persistente, me cala en la mente la misma duda: ¿Qué le pasó a Martín? No es una pregunta cualquiera. Es una inquietud que reverbera, porque Martín no fue solo un colega brillante, sino un amigo entrañable, de esos que dejan huella en cada conversación, en cada gesto, en cada momento compartido.

Martín fue un economista excepcional. Meticuloso, crítico, apasionado por el conocimiento. Su trabajo como profesor universitario no se limitaba a impartir clases: inspiraba, retaba, acompañaba. Su legado académico es amplio y valioso: artículos, ensayos, reflexiones sobre economía, sociología y derechos humanos, que siguen demostrando sus ideas y paradigmas. Pero si algo lo hacía verdaderamente especial, era su forma de ser. Su humanidad.


Fue una persona honesta, sin dobleces. Franca, pero nunca hiriente. Amable, incluso en los momentos más difíciles. Y sobre todo, resiliente. Esa palabra que a veces usamos sin medir su peso, en él cobraba sentido. Martín enfrentó pruebas durísimas: la pandemia, los accidentes que afectaron su salud, el deterioro de su vista, la pérdida de los seres queridos que eran únicos pilares en su vida. Y aun así, seguía adelante. No como quien ignora el dolor, sino como quien lo abraza, lo transforma y lo convierte en fuerza para vivir, incluso en los momentos que la depresión trataba de invadir su mente. Y en medio de todo eso, conservaba su humor sarcástico, ese que nos sacaba una carcajada justo cuando más la necesitábamos, o nos hacia torcer "y doler" el cuello. Por eso no me sorprendería que, desde donde esté, me soltara una de sus frases con ese tono que solo él sabía usar: “¡Ay Yomito, si tu maestro Lenine supiera que tienes esa duda, ya te hubiera dado una chinguita!” (jejeje).


Ante tal duda que no me deja en paz, me puse a buscar respuestas. Volví a leer y repasé nuestras conversaciones por WhatsApp, como quien busca pistas en los recuerdos; también localicé ficheros de datos médicos y luego me di a la tarea de redactar una narrativa. No sé si esto sea una respuesta definitiva de la duda expresada, pero sí redescubrí lo que ya sabía: que Martín vivió con intensidad, con compromiso, con trascendencia, que su ausencia duele a quienes lo apreciamos, pero su presencia sigue viva en lo que dejó, en lo que enseñó, en lo que fue.


En esta narrativa me refiero a un personaje ficticio llamado MC. Aunque este no existió como tal, su enfermedad sí es algo real. Cada cosa que aquí se relata está basada exclusivamente en informes clínicos y notas médicas, cuidadosamente entrelazadas para mostrar con claridad cómo evoluciona una condición de salud que afecta a miles de personas como Martín. Me he mantenido al margen de errores, omisiones o negligencias que lamentablemente suelen presentarse en el sistema de salud mexicano, incluyendo también a la medicina privada, porque no se trata de señalar culpables, sino de mostrar lo que ocurre cuando el cuerpo empieza a rendirse y la medicina, aunque presente y evolucionada, no siempre puede revertir el curso desencadenado.


MC representa a todas esas personas que enfrentan el deterioro progresivo de su salud con una mezcla admirable de disciplina, resiliencia y profunda humanidad. Su historia no busca dramatizar, sino dignificar. Es una forma de responder, desde lo simbólico y lo clínico, a esa pregunta que no deja de resonar en mi mente: ¿Qué le pasó a Martín? Porque aunque MC sea ficticio, su lucha es real. Y en muchos sentidos, es también una lucha como la de Martín. Él, como MC, vivió con dignidad cada etapa de su vida, incluso cuando la adversidad se volvió rutina… y lo hizo sin perder su esencia. MC es una síntesis de muchas historias, pero también considero que es una forma de entender lo que ocurre cuando el cuerpo se va debilitando, cuando la medicina acompaña, pero no salva, y cuando la vida se apaga sin perder su luz.


MC tenía 57 años cuando su cuerpo comenzó a enviar señales sutiles. No eran gritos, sino susurros. Una sensación de vaciamiento incompleto al orinar, una presión leve en el bajo vientre, una urgencia que no se correspondía con el volumen. Pequeños avisos que, como suele ocurrir, se confunden con el estrés, la edad o el ritmo de vida. Pero esta vez no eran pasajeros. Fue entonces cuando recibió el diagnóstico de hiperplasia prostática benigna. Una glándula que crece con los años, que aprieta la uretra como una mano cerrada, limitando el flujo y alterando la rutina más básica del cuerpo.


MC era disciplinado. No solo por carácter, sino por convicción. Siguió el tratamiento con rigor: tamsulosina diaria, hidratación constante, nada de irritantes. Acudía a sus revisiones cada tres meses, anotaba sus síntomas, preguntaba con detalle. Su gente lo apoyaba, y él respondía con responsabilidad. Cuando los síntomas cedieron, cuando la orina volvió a fluir con normalidad, creyó que había vencido. Se permitió relajarse. Volvió a los antojitos, al alcohol en las reuniones ocasionales, a los días de refrescos sin agua suficiente. No por descuido, sino por esperanza pensó que el cuerpo le había dado tregua, que la vida le estaba devolviendo un poco de normalidad. Y no fue así.


Al cumplir 58 años el cuerpo de MC dejó de ceder. Una noche, simplemente, ya no pudo orinar. La vejiga se convirtió en una trampa dolorosa, y la urgencia se volvió emergencia. Fue inmediatamente al hospital. Le colocaron una sonda. La orina salió, pero con ella también se fue algo más: la autonomía, la certeza de que todo estaba bajo control. Esa sensación de fragilidad que aparece cuando el cuerpo deja de obedecer, cuando la dependencia médica se vuelve cotidiana.


La sonda se mantuvo por 21 días y la orina fluyó aunque no como se esperaba. Los médicos observaron signos de retención crónica, y comenzaron a sospechar que los riñones estaban sufriendo. Se ordenaron estudios. MC supo que su función renal estaba disminuida: 75–80%, luego 35–40%. El cuerpo ya no filtraba como antes. Se inició una diálisis ambulatoria. MC comenzó a vivir entre agujas, bolsas, horarios y consultorios. Su vida se fragmentó en sesiones, en cifras, en restricciones. Cada día era una negociación entre lo que podía hacer y lo que debía evitar.


Pero la enfermedad no se detuvo. La función renal cayó a 5–10%. Se declaró falla renal crónica terminal. Se inició la hemodiálisis permanente. Se administró eritropoyetina para combatir la anemia asociada. Se ajustaron medicamentos. Se pidió a los suyos que comprendieran la condición de salud de MC: no había marcha atrás. La medicina ya no ofrecía cura, solo un acompañamiento para mantener alguna calidad de vida.


La anemia se agravó. La hemoglobina bajó a 4.8, luego por debajo de 4. Su cuerpo ya no recibía oxígeno suficiente. MC se volvió pálido, débil, silencioso. Fue hospitalizado. Se le transfundió sangre. Se vigiló día y noche. Pero el cuerpo ya no respondía. La intoxicación urémica avanzaba. Su corazón se debilitó. La presión cayó. El cuerpo se cerraba. Como si poco a poco se apagara desde adentro.


A las 12:48 horas de un martes, MC falleció en el hospital. No hubo milagros. No hubo recuperación. Solo un equipo médico que lo sostuvo hasta el final, y al pendiente su gente que lo apreciaba y le dolió saber que partió a la eternidad entre tubos, monitores y silencio. Pero también con dignidad.


MC perdió la batalla contra su enfermedad, pero nunca dejó de luchar y no había cosas que justificaran olvidarse de él mismo. Hasta su último aliento, enfrentó cada etapa con entereza, con esperanza, con la convicción de que su vida merecía ser vivida con respeto. Su cuerpo se rindió, pero su voluntad no. Este relato honra esa lucha silenciosa, esa resistencia cotidiana que no aparece en los manuales, pero que define lo más humano de la gente: su lucha por vivir con dignidad.


Esta historia fue un intento por comprender, por honrar, por hacer memoria y por homenajear a Martin, entendiendo alguna respuesta a la duda ¿Qué le pasó? Porque a veces, la resignación ante la perdida de alguien no viene en forma de aceptación, sino de comprensión y entendimiento que nos permite mirar con más detalle los límites y posibilidades de lo que significa vivir… y también lo que significa partir hacia la eternidad.

 

septiembre 11, 2025

Eran las 2:18 de la tarde, del 10 de septiembre de 2025, cuando un estruendo aterrador se abrió paso entre el concreto y el cielo. Una pipa de gas lp de gran tamaño se volcó en el acceso a la autopista México-Puebla, desgarrando un contenedor que liberó su aliento invisible. La fuga se extendió como una nube densamente blanca, sin forma, envolviendo la zona con una presencia inquietante. Peatones y automovilistas quedaron atrapados en un instante de desconcierto absoluto. Nadie comprendía lo que ocurrió. El tiempo pareció detenerse. El silencio se volvió denso. Y entonces, sin advertencia alguna, una llamarada se apoderó del entorno.





Las llamas surgieron de manera repentina, el suelo vibro como si hubiera sido poseído por una fuerza desconocida. El pavimento se fracturó. Los vehículos ardieron como si fueran brasas encendidas. El cielo se cubrió de humo, y los puentes se transformaron en altares de ceniza. El fuego no distinguió. Todo lo que alcanzó lo consumió. El concreto se agrietó. El metal se dobló. El paisaje se carbonizó. Y las personas no solo experimentaron el miedo: muchas fueron transformadas para siempre, porque aquello fue más que un accidente; para cientos, o quizás miles de personas inconscientemente sucedió una revelación. Un momento en que se manifestaron los signos del tránsito existencial para quienes lo sintieron de cerca.

Mi querido papá, el profesor Arturo Rosales Toledo, solía reflexionar sobre el sentido de la vida humana mientras leía algún libro, dejando anotaciones al margen del texto. Creía que todos estamos marcados en esta existencia, pero que hay ciertos signos que influyen en la espiritualidad que nos guía y son:


1. El llamado: Este signo representa ese momento en la vida en que algo —una experiencia, una pérdida, una revelación, incluso una conversación inesperada— nos sacude por dentro y nos obliga a ver el mundo con otros ojos. Es como si algo nos despertara de una rutina o de una forma de pensar que ya no nos sirve. Puede ser una crisis que nos obliga a cambiar, o una inspiración que nos invita a crecer. Es el inicio de una transformación personal, donde empezamos a preguntarnos quiénes somos, qué queremos, y qué sentido tiene lo que hacemos.


2. La fortaleza: Este signo aparece cuando la vida nos pone a prueba. No se trata solo de aguantar, sino de descubrir que tenemos una fuerza interior que no sabíamos que existía. Es la capacidad de resistir ante lo inesperado: una enfermedad, una pérdida, una injusticia, una situación límite. Revela nuestra voluntad de seguir adelante, incluso cuando todo parece estar en contra.


3. El cierre de vida: Este signo revela el momento en que una etapa importante llega a su fin. Es cuando miramos hacia atrás y hacemos balance de lo vivido. Es una especie de recogida del camino: lo que aprendimos, lo que dejamos, lo que dimos. Puede ser el retiro de una profesión, el final de una relación, o simplemente el reconocimiento de que algo ha cumplido su ciclo, sin embargo, cuando implica la muerte los antepasados decían que se trata del penar recogiendo los pasos durante el andar de la vida.


4. El destino: Este signo habla del rumbo que cada persona debe recorrer. No es algo que se pueda evitar, porque está ligado a las decisiones que tomamos y a las consecuencias que vienen con ellas. No significa que todo esté escrito, pero sí que hay caminos que se abren según cómo actuamos. El destino nos enfrenta con lo que somos y con lo que hemos hecho.


5. La misión en la vida: Este último signo es el que da sentido profundo a nuestra existencia. Va más allá de lo personal: es aquello que hacemos que deja huella, que trasciende, que se convierte en legado. Puede ser cuidar a una familia, preservar una tradición, enseñar, sanar, crear, acompañar. La misión no siempre es grandiosa, pero sí significativa. Es lo que nos conecta con algo mayor que nosotros mismos.


Los signos del tránsito existencial no buscan respuestas racionales, sino abrir el corazón a lo espiritual, a lo celestial. Y aquel 10 de septiembre de 2025, en el Puente de la Concordia, Iztapalapa, cada uno de ellos se manifestó como un acto de revelación. Muchas personas fueron tocadas, otras, protegidas, miles sorprendidas. Tal vez sus vidas fueron cambiadas por el azar, pero quizá, en medio del caos, se les reveló alguno de los signos del tránsito existencial.

 

 

Edson escuchó el llamado como un estruendo




Era la tarde del 10 de septiembre. Desde su hogar, Edson sintió un estruendo que sacudió la zona oriente como si el aire mismo se hubiera quebrado. Minutos después, las redes se inundaron de imágenes: fuego, humo, gritos, cuerpos. Y en las calles, la confusión se volvió desesperación. Familias corrían sin rumbo, buscando a los suyos entre los escombros, en hospitales, en listas digitales, en cualquier rincón donde pudiera asomarse una señal de vida.


Edson no esperó instrucciones. Lo que sintió no era rutina, ni deber, ni impulso laboral. Era otra cosa. Apagó su aplicación de reparto, miró a su esposa y le pidió un cartel: “¿Buscas a un familiar? Te llevo de hospital a hospital sin costo.” Lo compartió en redes y salió en su moto. Durante horas recorrió la ciudad con personas que no sabían dónde estaban sus seres queridos. Los llevó de hospital en hospital, sin preguntar, sin cobrar, sin detenerse. Su moto se volvió una herramienta de consuelo, un vehículo de esperanza.


Su familia también respondió. Una tía ofreció su coche. Su abuela preparó tortas para los afectados. Pero Edson no dio discursos, ni buscó cámaras. Solo escuchó el llamado, pues hay almas que no esperan órdenes, perciben el dolor ajeno como propio, y desde esa sensibilidad nace su acción, siendo algo que no busca reconocimiento, sino transformación. Una acción que brota desde lo más profundo y se proyecta hacia lo colectivo.


Ese día, Edson no solo recorrió calles. Recorrió el tránsito existencial que se manifiesta cuando el corazón se abre al otro. Y en medio del caos, su gesto fue una forma de revelación

 

 

Alberto conoció la fortaleza en una marea de fuego



El oficial Alberto patrullaba a un costado de la autopista México-Puebla cuando vio cómo una nube de gas comenzaba a envolver la zona. Estaba a menos de doscientos metros de la pipa. Cerró los cristales, activó el aire acondicionado, y en cuestión de segundos, el flamazo sacudió su vehículo. Sintió el golpe en el pecho, como si el aire se hubiera vuelto fuego. Pensó que no saldría con vida. Pero no huyó.


Se repuso del trauma momentáneo y bajó rápidamente de la unidad, tomó el extintor y comenzó a apagar a las personas envueltas en llamas. Corrió hacia una microbús incendiado, ahí un hombre, ya calcinado pero aún consciente, le entregó su celular y su cartera: “Oficial, llévese mi celular y mi cartera, por si no sobrevivo… no quiero morir como desconocido. Avísele a mi familia.” Alberto lo sacó entre las cenizas. Pidió ayuda inmediata. Más tarde supo que aquel hombre no sobrevivió. Pero no murió en el anonimato. La promesa fue cumplida.


Ese día, Alberto no enfrentó el fuego con armas, sino con presencia, más allá de su deber se impuso su compasión por los semejantes, con una voluntad que no se quebró ante el horror. Porque la fortaleza no siempre se muestra en la fuerza física, sino en el acto de permanecer y enfrentar cuando todo invita a huir. En el gesto de reconocer al otro, incluso en su último aliento de vida. Y en medio de la marea de fuego, Alberto cruzó uno de los signos del tránsito existencial. El signo que revela lo que somos cuando el mundo se rompe: La fortaleza que nace del alma.

 

 

Ana Daniela cerró su ciclo sin despedida




En la zona de la explosión caminaba Ana Daniela, estudiante de Ingeniería en la FES Cuautitlán de la UNAM. Iba a pie, concentrada en las tareas de su día, cuando el fuego la alcanzó sin aviso. La explosión fue tan repentina que no hubo espacio para el miedo, ni para la reacción. Solo quedó el instante y después, el silencio. Ana Daniela ya no pudo decir nada, sin embargo, fue enviada de urgencia a un hospital.


Sus útiles escolares quedaron esparcidos en el suelo, semiquemados. Entre ellos, un celular, chamuscado pero aún encendido. Ese pequeño objeto al igual que ella, también se resistía a desaparecer. En su última señal el personal de emergencia logró contactar a su madre para informarle de la tragedia y de la desgracia de su hija.


La madre y el novio, Bryan, iniciaron una peregrinación. De hospital en hospital, de lista en lista, la buscaron sin descanso, en ningún lugar la identificaban porque la gravedad de sus heridas, y luego la muerte, impidieron que Ana Daniela dijera su nombre. Finalmente fue identificada, pero demasiado tarde para una despedida, un último abrazo.


Junto a ella, otras siete personas perdieron la vida por la misma tragedia:


·         Misael.
·         Eduardo.
·         Juan Carlos.
·         Carlos.
·         Oscar.
·         Juan Antonio.
·         Irving.


Algunos quedaron atrapados en vehículos. Otros fueron alcanzados por las llamas sin advertencia. Nadie tuvo tiempo para entender, ni para huir. Todo ocurrió en un solo instante. Fue un cierre de vida inesperado. Físicamente ya no están, pero sus historias se contarán. Tal vez sus almas regresaron al origen, en un tránsito silencioso. Porque hay quienes cumplen su ciclo sin despedida, dejando un vacío inmenso y una pena profunda en quienes los aman. Y en ese dolor, también se revela el signo del cierre de vida: el momento en que todo se recoge, sin palabras, pero con memoria.

 

 

Adolfo encontró su destino en un descanso




Adolfo, trabajador de una vulcanizadora, había cumplido ya buena parte de su jornada. El cuerpo le pedía una pausa. Cruzó la autopista y se recostó sobre el pasto de un pequeño jardín, buscando un respiro. En cuestión de minutos, el sueño lo envolvió. Apenas unos metros adelante, la pipa se descontroló. La explosión ocurrió mientras él dormía. Las llamas lo alcanzaron sin aviso. No hubo tiempo para despertar, ni para huir. Su cuerpo quedó gravemente herido. Hoy está intubado, con quemaduras profundas y órganos comprometidos. Ha sobrevivido a cuatro paros cardiacos. Y aun así, sigue luchando por permanecer en este plano existencial.


Lo que le ocurrió no fue una elección, ni un sacrificio consciente. Fue una intersección entre el tiempo y el lugar. Un cruce inevitable. Fue su destino. Porque el destino no pide permiso. No necesita explicación. Solo basta un instante para revelarse.


Y en ese instante, Adolfo entró en el tránsito existencial. El signo que nos confronta con lo que no podemos evitar, con lo que nos toca vivir, aunque no lo hayamos buscado. El destino, cuando se manifiesta, no siempre llega con claridad. A veces lo hace en silencio, mientras dormimos, mientras descansamos, mientras creemos que todo está en calma.

 

 

Alicia con la misión de proteger una pequeña vida




Su nombre es Alicia. Esa tarde, como tantas otras, trabajaba de despachadora de microbuses. En medio de la rutina, su hija pasó a dejarle a la nieta de dos años para que la cuidara durante el resto del día. Abuela y nieta permanecieron juntas, compartiendo ese vínculo silencioso que solo el amor filial sabe sostener. Y entonces, el fuego las alcanzó.


Alicia no gritó, no huyó, nunca dudó. Se convirtió en escudo humano. Cubrió con su cuerpo a la niña, protegiéndola del fuego como si su carne fuera un muro impenetrable, como si su voluntad pudiera contener el desastre. Un policía y un motociclista lograron auxiliar a la menor, esa niña fue atendida y sobrevivió. Alicia, en cambio, fue llevada al hospital con el 90% de su cuerpo quemado. A pesar de su fortaleza, sus esperanzas de vida son mínimas.


Lo que hizo no fue instinto ni fue reflejo. Fue entrega. Fue misión. Porque hay almas que vienen al mundo con el propósito de proteger a los suyos, a los semejantes, incluso con su cuerpo, incluso con su vida. Alicia no estaba ahí por casualidad. Estaba ahí para cumplir algo más grande: salvaguardar la existencia de su nieta, que es su sangre, su historia, su continuidad.


Su acto fue más que humano. Fue espiritual. Fue el signo de la misión en la vida: ese que da sentido profundo a la existencia, que trasciende lo personal y se convierte en legado. Y en medio del caos, Alicia cumplió su misión con una dignidad que no se mide en palabras, sino en el silencio de quienes aman sin condiciones.

 

 

El dilema de la justicia


La pipa que explotó bajo el Puente de la Concordia el fatídico día, no era un vehículo cualquiera. Pertenecía a Transportadora Silza, filial del poderoso Grupo Tomza. Y no, eso no fue un accidente aislado. Fue el resultado de una maquinaria empresarial que opera con negligencia sistemática, omisiones calculadas y una perversidad que se disfraza de legalidad. Silza no contaba con seguros vigentes —lo confirmó la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente (ASEA)— y aún así seguía circulando, acumulando siniestros, evadiendo sanciones, y blindándose con contratos públicos que la protegen del castigo.


Mientras las víctimas se debaten entre la vida y la muerte, la empresa emitió comunicados. Mientras las familias peregrinaban entre hospitales y sufrían la incertidumbre por la salud de sus seres queridos, ellos hablaron de pólizas inexistentes. Mientras los vecinos improvisaban rescates, ellos activaron su maquinaria de relaciones públicas. ¿Qué clase de entidad transporta muerte y se protege con papeles vencidos? ¿Qué tipo de empresa sabe lo que puede pasar… y aun así lo permite?


La ley debería actuar. Las autoridades deberían castigar. Pero ¿quién puede confiar en una justicia que llega tarde, que se diluye en comunicados, que se distrae con tecnicismos? ¿Quién puede creer en sanciones cuando el poder económico compra tiempo, silencio y protección? El dolor no se borra con promesas. La impunidad no puede ser el destino de quienes destruyen vidas por omisión. Lamentablemente desde los tiempos del presidencialismo la justicia en nuestro país ha sido lenta, tímida, y en tiempos más recientes cómplice protectora y cínica. Mientras tanto, las víctimas de esta y otras tragedias siguen esperando. No por justicia institucional, sino por algo más profundo. Por memoria. Por verdad. Por dignidad.


Cuando la justicia humana falla —cuando se desvanece entre trámites, se diluye en silencios y omisiones, se pierde entre intereses y negocios— hay otra justicia que se impone. No depende de jueces, ni de expedientes, ni de abogados. No necesita testigos ni firmas. Es la justicia divina, la que no se negocia ni se posterga. Algunos la llaman karma, pero el profesor Arturo Rosales Toledo la nombraba de otro modo: “penitencia”. Decía que todos, tarde o temprano, pagamos esa penitencia, porque “son los pendientes que Dios le hará cumplir a cada quien”. Cada acto, cada omisión, cada mentira, cada maldad queda registrada en la memoria celestial. No hay archivo que la contenga, ni argumento que la contradiga. No firma contratos, no se impresiona con personalidades, no se distrae con comunicados. Y cuando menos se espera, esa penitencia se presenta y cobra con exactitud lo que se debe.


Si el profesor Arturo hubiera presenciado esta tragedia, antier, ayer u hoy, habría dicho con serenidad que ahí se revelaron los signos del tránsito existencial. Porque en medio del dolor, se manifiesta lo sagrado: el llamado que sacude, la fortaleza que sostiene, el cierre que recoge, el destino que se impone y la misión que trasciende. Cada uno de esos signos trae consigo una implicación profunda. Habiendo un daño que no solo hiere a una persona, sino alcanza a más de 90 personas, a todo un pueblo, la ley humana debería responder con firmeza. Pero si no lo hace, el reino espiritual lo hará. Porque toda víctima, todo inocente, todo culpable, todo responsable y todo cómplice recibirá lo que ha sembrado. Esa justicia divina no se escribe en papel, sino en conciencia. Y no pesa por venganza, sino por equilibrio. Y en ese equilibrio, se honra la vida.

M.M. Perseo Rosales Reyes

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