del Profr. Arturo Rosales Toledo

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noviembre 01, 2024

Durante un viaje de nostalgia, regresando de su terruño oaxaqueño, mi querido Papá, el profesor Arturo Rosales Toledo, recordaba que en sus días de secundaria, quizá en 1947 o 1948, viviendo en Huajuapan, Oaxaca, lejos de casa, se emocionó leyendo por primera vez “La Ilíada”. Sin embargo, se le dificultó entender los versos y cantos del épico poema: “…en ese entonces creí que los griegos tenían que ser muy tontos para irse a la guerra por un mal de amores –platicaba el profesor Arturo–. Mucho después pensé que esa guerra entre griegos y troyanos fue un capricho de las diosas del Olimpo. Pero casi al terminar mi carrera de profesor, cuando leí otra vez ese libro de Homero, entendí que el destino ya estaba escrito, aunque había cosas que pudieron cambiar debido a la personalidad de las diosas involucradas, principalmente Hera”.


En la mitología griega, Hera fue la hermana de Zeus e hija de Cronos y Rea. Desde niña, mostró una capacidad especial, pues en sus visitas al bosque de Pholóē conversaba con las dríadas, quienes le confiaban sus problemas con los centauros, cuyo tosco paso dañaba las raíces de los robles, obligándolas a enterrarse más y más. Entonces, la pequeña Hera convocó a las dríadas y centauros para establecer acuerdos de respeto y colaboración, transformando el bosque en un hogar armonioso para todos sus habitantes. Al entrar en la adolescencia, Hera desplegó su belleza divina en una estampa cautivadora. Su figura esbelta y elegante se movía con gracia innata; su cabellera dorada resplandecía como el sol, y sus ojos, siempre brillantes, atrapaban la atención de quienes osaban contemplarla. Su pureza interior irradiaba una gracia y majestuosidad que la envolvían, dando una impresión de divinidad y nobleza. Esto cautivó al joven Zeus, quien pidió el permiso de Cronos para desposarla. El padre condicionó el permiso a la aceptación de la ingenua Hera, entonces, Zeus se transformó en un “pajarillo cuco moribundo” y se arrojó en su camino fingiendo una triste condición que despertó la lástima de Hera. Ella lo recogió y lo cuidó, hasta que él reveló su verdadera identidad. A pesar del engaño, Zeus se disculpó ofreciéndole matrimonio, y con la anuencia de Cronos, Hera aceptó convertirse en su consorte.


En el reino olímpico, Zeus y Hera emergieron como la pareja suprema simbolizando autoridad moral y justicia. No obstante, esa relación no fue sencilla. Durante un tiempo disfrutaron de una relación amorosa intensa, pero Zeus pronto desatendió a Hera, quien fue consciente de sus múltiples infidelidades. Aunque su amor por él era profundo, las constantes traiciones la llenaban de enojo y decepción, forjándola como una noble y ferviente protectora de la lealtad y la integridad matrimonial. La diosa creía firmemente que proteger el vínculo conyugal era esencial para mantener una familia plena y unida. Cada traición no solo era una afrenta personal, sino un agravio contra los valores y creencia que ella defendía con fervor. Así, Hera se convirtió en una consorte empática, sabia y valiente, pero también mostró el maniqueísmo, el rigor y la obstinación que definían su personalidad. 

La intervención en el juicio de Paris fue un momento clave que exhibió la complejidad en la personalidad de la diosa Hera. Con su peculiar estilo narrativo relataba el profesor Arturo, que: “El ego de Zeus estuvo detrás de una gran celebración, pero se le olvidó invitar a la diosa de la discordia, esta fue al evento para dejar una manzana de oro con la frase "A la diosa más bella", entonces las diosas: Hera, Afrodita y Atenea reclamaron el fruto, pero Zeus encargó al príncipe Paris, un joven y guapo mortal, hijo de Príamo, Rey de la legendaria Troya, que a su criterio eligiera a la diosa más bella del Olimpo, que supuestamente sería su esposa, entregándole la manzana dorada. Ese Príncipe se dejó tentar por las promesas de las tres diosas, cada una ofreciéndole respectivamente un don tan deseado como peligroso: poder, amor o inteligencia”. Paris dio la manzana a Afrodita, recibiendo el amor: “…eso que ella ofrecía como el sentimiento más sincero y noble del individuo, capaz de desvanecer el odio y colmar de alegría, de dicha y compasión a los corazones de los hombres”. Sin embargo, para Hera y Atenea, las diosas despreciadas, el joven príncipe se había dejado manipular con los ardides de Afrodita, y tantito peor: “…al deliberar su decisión Paris no eligió a la diosa más hermosa –decía el profesor Arturo-, sino que realmente ese príncipe exhibió ante todo el mundo a las diosas más feas… ya fuera por su físico, su carácter, su actitud o sus sentimientos”, por eso, aparentemente Atenea estaba muy molesta y Hera sentía un gran enojo, además esa maña de Afrodita alcanzaría a Helena de Esparta, la esposa del perverso rey Menelao, hechizándola hasta llevarla a los brazos de Paris.


Decía el profesor Arturo: “En ese juicio, Paris tampoco eligió a Afrodita sino el amor que le prometió, pero no era un amor puro, era algo distinto, un amor carnal, que es el de la tentación, del irreprimible deseo de posesión, al que Helena correspondió atraída por la galanura de Paris y obviamente, invadida con la sutil esencia de Afrodita”. Tal acto de infidelidad, ocurrido por primera vez durante un descuido del esposo mientras realizaba un acto de veneración en honor de Atenea, en el santuario de Terapne, no habría trascendido de no ser por el arrebato y la osadía de Paris, quien decidió continuar la insana relación apostando a Helena en un duelo con Menelao: “…que era un guerrero experimentado, muy hábil y ostensivo; eso valía para ganarle fácilmente el combate al joven rival de amores, bastando con darle una certera estocada en el corazón. Pero entonces, el hermano Héctor intervino enfrentando al rey burlado y salvando a Paris de una muerte segura. Luego de esconderse algunos días, pudieron escapar hacia Troya llevándose a Helena.”

Consternado por las noticias, el rey Príamo sintió un terrible enojo por el proceder de sus hijos; sin embargo, todo sentimiento negativo se esfumó al verlos llegar sanos y salvos, resguardados tras las murallas de su ciudad ilión; ahí: “…en vez de un buen regaño o un castigo ejemplar -relataba el profesor Arturo-, el mamarracho Paris fue vitoreado como un héroe y su gran trofeo: la loca de Helena, fue nombrada princesa de la corte de Troya”. Tales actos proporcionaron al burlado rey Menelao y a su ambicioso hermano, el rey Agamenón, un pretexto perfecto para unir sus fuerzas bélicas y restaurar su honor, lo que les permitiría someter el reino de Príamo y saquear sus tesoros, sin embargo, Atenea, y en particular la diosa Hera, vieron la oportunidad de darle un escarmiento a Paris, así como a todos sus protectores encabezados por su padre, el Rey Priamo, sus esposas Arisbe y Hécuba, así como su múltiple descendencia. Entonces: “… las diosas ofendidas incitaron una gran cruzada hasta la ciudad de ilión, que es el nombre de Troya –explicó el profesor Arturo-, dando origen a lo que conocemos como la Guerra de Troya, o la Ilíada [la batalla en ilión]”. 


Con su poderosa influencia, la diosa Hera motivó el ímpetu de conquista y venganza del enorme ejercito micénico comandado por el rey Agamenón, cuyos soldados aqueos sitiaron Troya alrededor de su muralla, a fin de atacar y desatar una guerra, sin embargo, su intención divina no era destruir Troya, Hera quería primordialmente escarmentar a los cobardes e indignos como el príncipe Paris, que simbolizaba, según ella, a los fulanos cegados por la codicia y la lujuria que solo son capaces de exhibir su infidelidad y cobardía. El profesor Arturo explicó: “Debido a su poder e ingenio, Hera tramaba con Atenea para amolarse a Troya. Pero a pesar de su coraje contra Paris y los troyanos, le tenía afecto al primogénito Héctor, hermano de Paris, y no le deseaba ningún mal”. La diosa Hera apreciaba mucho el carácter de los guerreros, que no consistía en su fortaleza, sino en su nobleza. Por un lado, estaba Héctor quien se destacaba por su sensatez, valentía y cabalidad, por eso la diosa lo protegía silenciosamente junto a su esposa Andrómaca, asegurando que su unión permaneciera firme frente a la adversidad y mantener ese modelo de virtud que pudiera redimir la deshonra de su hermano Paris. Por otro lado, estaba Aquiles que peleaba por una obligación del rey Agamenón, pero esperaba vengar la muerte de su amigo Patroclo y el ultraje a su pareja Briseida. “Ambos guerreros eran formidables rivales -decía el profesor Arturo-, pero el destino en su curso ya escrito e implacable, llevó a Aquiles a desafiar a Héctor en una lucha directa”. La angustia invadió a la diosa Hera al enterarse de la pelea, sabiendo que la muerte de Héctor sería un golpe devastador para todo lo que ella defendía, y que Aquiles no merecía morir porque combatía por el honor de Patroclo. Esa batalla finalizó cuando Héctor, el pilar de Troya y defensor de su pueblo, murió clavado por la lanza de Aquiles, marcando el inicio de la caída de Troya.


La artimaña del caballo permitió la entrada de los aqueos a la legendaria ciudad, desatando muerte y destrucción. Hera, que observaba desde el Olimpo, no encontraba regocijo en ese mar de sufrimiento durante la destrucción de Troya, pues su deseo nunca fue la aniquilación total. Y un nuevo golpe la afectaría: “… pues Hera sufrió una profunda decepción cuando vio al desgraciado de Paris oculto desde las sombras y por la espalda, disparar la flecha que mató a Aquiles -El profesor Arturo reflexionaba-, este acto traicionero marcó de dolor a Hera, quien veía en Aquiles un símbolo indestructible de honor y valentía”. Al finalizar esa guerra, la diosa Hera vio en los sobrevivientes una mirada que revelaba temor y un destello de esperanzas, comprendiendo que las verdaderas hazañas no son los triunfos en la batalla, sino que son esos actos de humanidad que infunden el ánimo de vivir y seguir adelante, a pesar de lo oscura que pueda ser la adversidad. 

Lamentablemente la historia mitológica describe a Hera como una diosa omnipotente, celosa y vengativa, pero su personalidad realmente es una fusión entre fuerza, poder y coraje, rasgos que confluyen en su espíritu protector porque en el trasfondo poseía una sensibilidad que resonaba con la experiencia humana. Para ella, la lealtad y el honor no eran solo ideales abstractos, sino valores esenciales que debía proteger para evitar que el caos y la traición destruyeran las relaciones y las uniones que dan sentido a la existencia de los mortales. Y aunque su carácter era conocido por ser implacable ante la traición y la deslealtad, no se trataba de una dureza carente de propósito. Con cada intervención que ejecutaba, Hera demostraba que la justicia, aunque fuese de origen divino, siempre alcanzaría alguna profundidad humana, especialmente por la inocencia. Por ello, la diosa fue firme y obstinada porque consideraba que la justicia debía ejercerse sin vacilación para preservar el orden y la integridad de los valores esenciales: “…las acciones de Hera no buscaban que alguien ganara, sino proteger lo que realmente importa, presionando a vivir con integridad”, decía el profesor Arturo.


La comprensión profunda de la Iliada, la fascinación por la mitología griega, junto a su inquebrantable fe en el evangelio católico y el apoyo de su esposa Gloria, forjaron en el profesor Arturo la convicción de enseñar a sus hijos, que: “La verdadera personalidad no está en lo que somos, sino en lo que hacemos para proteger y mantener unidos a quienes queremos”. Así lo hizo hasta su último aliento de vida. Y sea por obra del azar o porque realmente existe un rumbo inevitable del destino, entre su familia resplandeció la hija pequeña, dotada de un carácter firme, con una capacidad y una fortaleza notables, demostrando con creces la predisposición para auxiliar solidariamente a los demás, resolviendo problemas con decisión. Esa hija, ahora convertida en una guardiana moral del legado familiar que el profesor dejara a su paso, mantiene encendidos los ideales que él inculcó. Y su nombre, en una justa, poética o mitológica coincidencia, también es Hera.





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