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diciembre 11, 2024


La Virgen de Guadalupe, el mayor emblema de la religiosidad en México después de la veneración a Cristo, trasciende su papel como símbolo religioso o divinidad, porque su culto es profundo y se manifiesta explícitamente en los ámbitos culturales, idiosincráticos y psicológicos de la sociedad mexicana, fortaleciéndose continuamente desde la época de la Independencia.

En su momento, allá por 1884, el destacado intelectual, escritor y político mexicano Ignacio Manuel Altamirano, conocido por ser un ferviente defensor de las ideas liberales y promotor del progreso, de la educación y la cultura a través de diversas cartas, ensayos y obras publicadas, dedicó algo de su obra a reflexionar sobre la Virgen de Guadalupe. Altamirano escribió destacándose con su ensayo "La fiesta de Guadalupe" y capítulos en la publicación "Paisajes y leyendas, tradiciones y costumbres de México". En su escrito Altamirano describe con detalle cómo una celebración en honor a la Virgen congrega a miles en una manifestación de unidad e identidad, subrayando una devoción popular que alcanza una ritualidad religiosa en cada víspera del 12 de diciembre en que se realiza la festividad.


Efectivamente, desde su aparición en el cerro del Tepeyac en 1531, y con el paso de los siglos la Virgen de Guadalupe se convirtió en un cimiento de la identidad y unidad nacional de los mexicanos, particularmente por el papel de la imagen guadalupana en momentos históricos críticos, como la Guerra de Independencia, la Revolución mexicana o la Guerra cristera, donde su estandarte fue llevado los mismo por Miguel Hidalgo que por campesinos desposeídos y fieles creyentes; esto ha cimentado su estatus como un símbolo de resistencia y esperanza.

Además, su influencia llega a todo el territorio y trasciende fronteras, siendo un emblema de la identidad mexicana incluso en las comunidades de los mexicanos en el extranjero, por eso cada 12 de diciembre, de todos lados incluyendo el extranjero, millones de peregrinos acuden a la Basílica de Guadalupe en la Ciudad de México para rendirle culto, demostrando su papel central en las tradiciones y festividades nacionales. Su imagen es omnipresente, apareciendo no solo en iglesias, sino también en hogares, mercados y hasta en la indumentaria popular, como las famosas "mantas guadalupanas" que asemejan las tilmas prehispánicas.

En el ámbito idiosincrático, la imagen guadalupana representa un fenómeno de sincretismo religioso único en el mundo y en la historia. Su culto es actualmente un punto especial de convergencia entre las creencias indígenas prehispánicas y el evangelio católico traído por los colonizadores españoles. La aparición de la Virgen al santo indígena Juan Diego en el Tepeyac, que era un lugar previamente asociado con la diosa azteca Tonantzin, simboliza esta fusión de tradiciones y ha permitido que la devoción a la Virgen ahora sea inclusiva y representativa de la diversidad cultural de México.

Este sincretismo ha facilitado que la Virgen de Guadalupe sea adoptada y venerada por diversos grupos y de distintos niveles socioeconómicos, convirtiéndose en un símbolo de identidad colectiva que trasciende diferencias étnicas, económicas y geográficas. Para todos, la Virgen es vista como una madre protectora y una intercesora accesible, lo que la convierte en una divinidad cercana a los fieles de todas las clases sociales.

En una perspectiva psicológica, la Virgen de Guadalupe también proporciona a sus fieles y devotos un sentido de estima, pertenencia y comunidad. Su imagen es un refugio espiritual en tiempos de adversidad, ofreciendo consuelo y esperanza a quienes enfrentan dificultades. La fe en la Virgen actúa como un apoyo emocional, ayudando a los creyentes a sobrellevar problemas personales y colectivos.

La figura de la Virgen también tiene un impacto positivo en la salud mental. Los rituales y peregrinaciones en su honor fomentan un sentido de propósito y de conexión con algo trascendental y superior, lo que puede reducir el estrés y mejorar el bienestar emocional. Además, la creencia en sus milagros y su capacidad de intercesión divina genera un sentimiento de optimismo y fortaleza, cruciales para la resiliencia psicológica.

Por todo lo anterior, no cabe la menor duda que la Virgen de Guadalupe, nuestra amada Virgen, es una figura de extraordinaria importancia en México, es objeto de un culto profundo, cuya historia y el milagro de su presencia continúan inspirando una fe inquebrantable, una esperanza inacabable y una unidad sólida en el corazón del pueblo mexicano.

Finalmente, en este post del Nido de Ideas se incluye a continuación el ensayo "La fiesta de Guadalupe" del libro Paisajes y Leyendas de Ignacio Manuel Altamirano, al cual se puede acceder con un click en la portada y es recomendable leer tranquilamente, disfrutando la narrativa de esa percepción de la guadalupana en el México de otros tiempos, ya muy lejanos de nuestra era.

M.M. Perseo Rosales Reyes
11 de diciembre de 2024




diciembre 06, 2024

En los legendarios escritos del doctor Don Joseph Manuel Ruiz y Cervantes, titulado: MEMORIAS DE LA PORTENTOSA IMAGEN DE NUESTRA SEÑORA DE XUQUILA, del año 1791, se relata que “Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción”, es una advocación mariana del pueblo de Santa Catarina Juquila, del Obispado de Oaxaca, materializada en la ferviente veneración de una milagrosa figura, desde el último cuarto del siglo XVI. 


Imagen de la Inmaculada Concepción,
venerada en Santa Catarina Xuquila

El misterio, la virtud o el atributo que rodea a la adorada figura mariana para identificarla como “La Milagrosa Virgen de Juquila”, se relata en la siguiente historia:

Era el año de 1552 cuando el intrépido fraile dominicano Fray Jordán de Santa Catarina arribó a las tierras de la verde Antequera (Oaxaca) con una misión evangelizadora, portando desde España una pequeña imagen esculpida de la Virgen de la Pura y Limpia Concepción. Este devoto fraile realizaba su labor teniendo a su servicio a un joven indígena chatino, originario del pueblo de Amialtepec. En un gesto de profunda generosidad el fraile obsequió a este personaje la sacra figura, el joven, henchido de emoción se llevó la imagen a su pueblo y la colocó en un rústico santocale, o sea una modesta "casa de los santos", donde los habitantes curiosearon y luego por costumbre comenzaron a rezarle rosarios; cuando la Virgen escuchó sus quejas, sus ruegos y suplicas  empezó a concederles favores celestiales, por eso emergió como la espuma un grandioso fervor.

Pronto fue objeto de atención de toda la gente de Amialtepec y de los pueblos vecinos, ya que su renombre como una santa de las peticiones se consolidaba con cada milagro. Entonces, durante un extraño invierno los indígenas no pudieron controlar un voraz incendio alimentado por los impetuosos vientos, que al extenderse más allá de los campos de siembra arrasó con el pueblo, consumiendo el santocale por completo. No obstante, en medio de las cenizas y de la devastación total, la figura de la Virgen emergió ilesa con sus vestiduras y cabellos intactos, salvo por su rostro, que había adquirido un tono ennegrecido, marcado por algunas pequeñas lastimaduras, así se evidenciaba el milagro más notable de la divinidad. Los devotos intentaron restaurarla, pero pronto comprendieron que quizás la Virgen deseaba adoptar el moreno color de sus fieles creyentes.

En las décadas posteriores la majestuosidad de la Virgen de Juquila se consolidó, y en el año de 1633, el sacerdote de Juquila, Don Jacinto Escudero, decidió trasladarla a su iglesia; sin embargo, la historia relata que tras unos días de permanecer en ese lugar, la Virgen desapareció regresando milagrosamente a Amialtepec. El pueblo de Juquila reclamó un robo, mientras los habitantes de Amialtepec proclamaron un milagro. En dos veces se intentó el traslado y en dos veces la Virgen regresó a su lugar originario. Según la historia, pasaron muchos años hasta que otro sacerdote, don Manuel Cayetano, planeó trasladar la figura por tercera vez, pero sabiendo de los intentos anteriores, previamente pidió al obispo de Oaxaca (la verde Antequera) Don Fray Ángel Maldonado que publicara un decreto oficial de su traslado, así el 30 de junio de 1719 se concedió el cambio sentenciado con las siguientes palabras:

Por quanto tenemos mandado y repetimos el órden de que la Soberana Imagen de nuestra Señora de Amialtepec esté siempre en la Parroquia de Xuquila, respecto de ser esta providencia necesaria para la veneración de la Soberana Imagen, por los motivos que tuvimos y perseveran et […]”

La milagrosa virgen se trasladó definitivamente a Juquila en una solemne procesión, con los fieles caminando detrás del cura, del teniente y de un vicario, quienes avanzaban humildes, descalzos y sumisos, siguiendo la sagrada figura y en su mente resonando una oración:

“Madre Querida, Virgen de Juquila, Esperanza eterna que en cada pupila brilla.
Nuestra vida en tus manos entregamos, Cuídanos del mal, en este mundo injusto y vano.
Si ves que nuestra vida se vuelve turbia y torcida, No nos abandones, guíanos en esta lucha encendida. 
Protege a los peregrinos en cada sendero, Y acompáñanos hasta tu nueva morada bajo tu amparo sincero.
Vela por los pobres sin sustento ni pan, Retribúyeles lo que les quitan sin razón ni afán. 
Acompáñanos, Madre, en este viaje terrenal, Y líbranos del pecado, por siempre y sin final.

Amen”


Proyecto de la iglesia de Juquila, grabado por Francisco de Agüera

No había transcurrido mucho tiempo cuando un rayo cayó sobre la iglesia de Juquila, incendiando el techo lleno de zacate. Las paredes y el nicho fueron consumidos por las llamas, pero la figura permaneció intacta, en lo que fue interpretado como otro gran milagro. Aún más, en 1769, un incendio de la casa parroquial destruyó todas las viviendas cercanas, pero al sacar la imagen de la iglesia, el fuego milagrosamente se apagó.

Colocada en el altar mayor de la iglesia desde aquella fecha de su traslado, la veneración hacia la Virgen ha crecido con cada año, inspirando una fe y devoción inquebrantable en los corazones de sus miles de fieles. Hasta nuestros días, la figura de la Virgen de Juquila permanece, siendo el testimonio real del milagro de su historia.



ODA A LA VIRGEN DE JUQUILA

Virgen de Juquila, luz en nuestra vida, Madre celestial, en ti hallamos guía. De tus manos brota el amor divino, En tus ojos, calma y luz de un destino.

En el silencio de la noche estrellada, Tu manto nos cubre, nos brinda esperanza. Virgen de bondad, madre de piedad, A ti elevamos nuestra fe y humildad.

Guardiana de sueños, en cada travesía, Tu presencia es faro en nuestra agonía. Acompáñanos siempre, en cada sendero, Virgen de Juquila, amor verdadero.

En tu nombre hallamos consuelo y paz, A ti nos entregamos, madre sin igual. Tus hijos te veneran con devoción sincera. 

Oh Virgen de Juquila, eres reina y madre eterna.

 

noviembre 01, 2024

Durante un viaje de nostalgia, regresando de su terruño oaxaqueño, mi querido Papá, el profesor Arturo Rosales Toledo, recordaba que en sus días de secundaria, quizá en 1947 o 1948, viviendo en Huajuapan, Oaxaca, lejos de casa, se emocionó leyendo por primera vez “La Ilíada”. Sin embargo, se le dificultó entender los versos y cantos del épico poema: “…en ese entonces creí que los griegos tenían que ser muy tontos para irse a la guerra por un mal de amores –platicaba el profesor Arturo–. Mucho después pensé que esa guerra entre griegos y troyanos fue un capricho de las diosas del Olimpo. Pero casi al terminar mi carrera de profesor, cuando leí otra vez ese libro de Homero, entendí que el destino ya estaba escrito, aunque había cosas que pudieron cambiar debido a la personalidad de las diosas involucradas, principalmente Hera”.


En la mitología griega, Hera fue la hermana de Zeus e hija de Cronos y Rea. Desde niña, mostró una capacidad especial, pues en sus visitas al bosque de Pholóē conversaba con las dríadas, quienes le confiaban sus problemas con los centauros, cuyo tosco paso dañaba las raíces de los robles, obligándolas a enterrarse más y más. Entonces, la pequeña Hera convocó a las dríadas y centauros para establecer acuerdos de respeto y colaboración, transformando el bosque en un hogar armonioso para todos sus habitantes. Al entrar en la adolescencia, Hera desplegó su belleza divina en una estampa cautivadora. Su figura esbelta y elegante se movía con gracia innata; su cabellera dorada resplandecía como el sol, y sus ojos, siempre brillantes, atrapaban la atención de quienes osaban contemplarla. Su pureza interior irradiaba una gracia y majestuosidad que la envolvían, dando una impresión de divinidad y nobleza. Esto cautivó al joven Zeus, quien pidió el permiso de Cronos para desposarla. El padre condicionó el permiso a la aceptación de la ingenua Hera, entonces, Zeus se transformó en un “pajarillo cuco moribundo” y se arrojó en su camino fingiendo una triste condición que despertó la lástima de Hera. Ella lo recogió y lo cuidó, hasta que él reveló su verdadera identidad. A pesar del engaño, Zeus se disculpó ofreciéndole matrimonio, y con la anuencia de Cronos, Hera aceptó convertirse en su consorte.


En el reino olímpico, Zeus y Hera emergieron como la pareja suprema simbolizando autoridad moral y justicia. No obstante, esa relación no fue sencilla. Durante un tiempo disfrutaron de una relación amorosa intensa, pero Zeus pronto desatendió a Hera, quien fue consciente de sus múltiples infidelidades. Aunque su amor por él era profundo, las constantes traiciones la llenaban de enojo y decepción, forjándola como una noble y ferviente protectora de la lealtad y la integridad matrimonial. La diosa creía firmemente que proteger el vínculo conyugal era esencial para mantener una familia plena y unida. Cada traición no solo era una afrenta personal, sino un agravio contra los valores y creencia que ella defendía con fervor. Así, Hera se convirtió en una consorte empática, sabia y valiente, pero también mostró el maniqueísmo, el rigor y la obstinación que definían su personalidad. 

La intervención en el juicio de Paris fue un momento clave que exhibió la complejidad en la personalidad de la diosa Hera. Con su peculiar estilo narrativo relataba el profesor Arturo, que: “El ego de Zeus estuvo detrás de una gran celebración, pero se le olvidó invitar a la diosa de la discordia, esta fue al evento para dejar una manzana de oro con la frase "A la diosa más bella", entonces las diosas: Hera, Afrodita y Atenea reclamaron el fruto, pero Zeus encargó al príncipe Paris, un joven y guapo mortal, hijo de Príamo, Rey de la legendaria Troya, que a su criterio eligiera a la diosa más bella del Olimpo, que supuestamente sería su esposa, entregándole la manzana dorada. Ese Príncipe se dejó tentar por las promesas de las tres diosas, cada una ofreciéndole respectivamente un don tan deseado como peligroso: poder, amor o inteligencia”. Paris dio la manzana a Afrodita, recibiendo el amor: “…eso que ella ofrecía como el sentimiento más sincero y noble del individuo, capaz de desvanecer el odio y colmar de alegría, de dicha y compasión a los corazones de los hombres”. Sin embargo, para Hera y Atenea, las diosas despreciadas, el joven príncipe se había dejado manipular con los ardides de Afrodita, y tantito peor: “…al deliberar su decisión Paris no eligió a la diosa más hermosa –decía el profesor Arturo-, sino que realmente ese príncipe exhibió ante todo el mundo a las diosas más feas… ya fuera por su físico, su carácter, su actitud o sus sentimientos”, por eso, aparentemente Atenea estaba muy molesta y Hera sentía un gran enojo, además esa maña de Afrodita alcanzaría a Helena de Esparta, la esposa del perverso rey Menelao, hechizándola hasta llevarla a los brazos de Paris.


Decía el profesor Arturo: “En ese juicio, Paris tampoco eligió a Afrodita sino el amor que le prometió, pero no era un amor puro, era algo distinto, un amor carnal, que es el de la tentación, del irreprimible deseo de posesión, al que Helena correspondió atraída por la galanura de Paris y obviamente, invadida con la sutil esencia de Afrodita”. Tal acto de infidelidad, ocurrido por primera vez durante un descuido del esposo mientras realizaba un acto de veneración en honor de Atenea, en el santuario de Terapne, no habría trascendido de no ser por el arrebato y la osadía de Paris, quien decidió continuar la insana relación apostando a Helena en un duelo con Menelao: “…que era un guerrero experimentado, muy hábil y ostensivo; eso valía para ganarle fácilmente el combate al joven rival de amores, bastando con darle una certera estocada en el corazón. Pero entonces, el hermano Héctor intervino enfrentando al rey burlado y salvando a Paris de una muerte segura. Luego de esconderse algunos días, pudieron escapar hacia Troya llevándose a Helena.”

Consternado por las noticias, el rey Príamo sintió un terrible enojo por el proceder de sus hijos; sin embargo, todo sentimiento negativo se esfumó al verlos llegar sanos y salvos, resguardados tras las murallas de su ciudad ilión; ahí: “…en vez de un buen regaño o un castigo ejemplar -relataba el profesor Arturo-, el mamarracho Paris fue vitoreado como un héroe y su gran trofeo: la loca de Helena, fue nombrada princesa de la corte de Troya”. Tales actos proporcionaron al burlado rey Menelao y a su ambicioso hermano, el rey Agamenón, un pretexto perfecto para unir sus fuerzas bélicas y restaurar su honor, lo que les permitiría someter el reino de Príamo y saquear sus tesoros, sin embargo, Atenea, y en particular la diosa Hera, vieron la oportunidad de darle un escarmiento a Paris, así como a todos sus protectores encabezados por su padre, el Rey Priamo, sus esposas Arisbe y Hécuba, así como su múltiple descendencia. Entonces: “… las diosas ofendidas incitaron una gran cruzada hasta la ciudad de ilión, que es el nombre de Troya –explicó el profesor Arturo-, dando origen a lo que conocemos como la Guerra de Troya, o la Ilíada [la batalla en ilión]”. 


Con su poderosa influencia, la diosa Hera motivó el ímpetu de conquista y venganza del enorme ejercito micénico comandado por el rey Agamenón, cuyos soldados aqueos sitiaron Troya alrededor de su muralla, a fin de atacar y desatar una guerra, sin embargo, su intención divina no era destruir Troya, Hera quería primordialmente escarmentar a los cobardes e indignos como el príncipe Paris, que simbolizaba, según ella, a los fulanos cegados por la codicia y la lujuria que solo son capaces de exhibir su infidelidad y cobardía. El profesor Arturo explicó: “Debido a su poder e ingenio, Hera tramaba con Atenea para amolarse a Troya. Pero a pesar de su coraje contra Paris y los troyanos, le tenía afecto al primogénito Héctor, hermano de Paris, y no le deseaba ningún mal”. La diosa Hera apreciaba mucho el carácter de los guerreros, que no consistía en su fortaleza, sino en su nobleza. Por un lado, estaba Héctor quien se destacaba por su sensatez, valentía y cabalidad, por eso la diosa lo protegía silenciosamente junto a su esposa Andrómaca, asegurando que su unión permaneciera firme frente a la adversidad y mantener ese modelo de virtud que pudiera redimir la deshonra de su hermano Paris. Por otro lado, estaba Aquiles que peleaba por una obligación del rey Agamenón, pero esperaba vengar la muerte de su amigo Patroclo y el ultraje a su pareja Briseida. “Ambos guerreros eran formidables rivales -decía el profesor Arturo-, pero el destino en su curso ya escrito e implacable, llevó a Aquiles a desafiar a Héctor en una lucha directa”. La angustia invadió a la diosa Hera al enterarse de la pelea, sabiendo que la muerte de Héctor sería un golpe devastador para todo lo que ella defendía, y que Aquiles no merecía morir porque combatía por el honor de Patroclo. Esa batalla finalizó cuando Héctor, el pilar de Troya y defensor de su pueblo, murió clavado por la lanza de Aquiles, marcando el inicio de la caída de Troya.


La artimaña del caballo permitió la entrada de los aqueos a la legendaria ciudad, desatando muerte y destrucción. Hera, que observaba desde el Olimpo, no encontraba regocijo en ese mar de sufrimiento durante la destrucción de Troya, pues su deseo nunca fue la aniquilación total. Y un nuevo golpe la afectaría: “… pues Hera sufrió una profunda decepción cuando vio al desgraciado de Paris oculto desde las sombras y por la espalda, disparar la flecha que mató a Aquiles -El profesor Arturo reflexionaba-, este acto traicionero marcó de dolor a Hera, quien veía en Aquiles un símbolo indestructible de honor y valentía”. Al finalizar esa guerra, la diosa Hera vio en los sobrevivientes una mirada que revelaba temor y un destello de esperanzas, comprendiendo que las verdaderas hazañas no son los triunfos en la batalla, sino que son esos actos de humanidad que infunden el ánimo de vivir y seguir adelante, a pesar de lo oscura que pueda ser la adversidad. 

Lamentablemente la historia mitológica describe a Hera como una diosa omnipotente, celosa y vengativa, pero su personalidad realmente es una fusión entre fuerza, poder y coraje, rasgos que confluyen en su espíritu protector porque en el trasfondo poseía una sensibilidad que resonaba con la experiencia humana. Para ella, la lealtad y el honor no eran solo ideales abstractos, sino valores esenciales que debía proteger para evitar que el caos y la traición destruyeran las relaciones y las uniones que dan sentido a la existencia de los mortales. Y aunque su carácter era conocido por ser implacable ante la traición y la deslealtad, no se trataba de una dureza carente de propósito. Con cada intervención que ejecutaba, Hera demostraba que la justicia, aunque fuese de origen divino, siempre alcanzaría alguna profundidad humana, especialmente por la inocencia. Por ello, la diosa fue firme y obstinada porque consideraba que la justicia debía ejercerse sin vacilación para preservar el orden y la integridad de los valores esenciales: “…las acciones de Hera no buscaban que alguien ganara, sino proteger lo que realmente importa, presionando a vivir con integridad”, decía el profesor Arturo.


La comprensión profunda de la Iliada, la fascinación por la mitología griega, junto a su inquebrantable fe en el evangelio católico y el apoyo de su esposa Gloria, forjaron en el profesor Arturo la convicción de enseñar a sus hijos, que: “La verdadera personalidad no está en lo que somos, sino en lo que hacemos para proteger y mantener unidos a quienes queremos”. Así lo hizo hasta su último aliento de vida. Y sea por obra del azar o porque realmente existe un rumbo inevitable del destino, entre su familia resplandeció la hija pequeña, dotada de un carácter firme, con una capacidad y una fortaleza notables, demostrando con creces la predisposición para auxiliar solidariamente a los demás, resolviendo problemas con decisión. Esa hija, ahora convertida en una guardiana moral del legado familiar que el profesor dejara a su paso, mantiene encendidos los ideales que él inculcó. Y su nombre, en una justa, poética o mitológica coincidencia, también es Hera.





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